lunes, 22 de diciembre de 2014

La crítica más friki jamás vomitada. Parte III

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Cuando Peter Jackson y sus amiguetes buscaban financiación, cegados por la promesa de la gran aventura que vivirían si conseguían llevar a cabo su proyecto, enfervorecidos por la sincera y abrasadora pasión del fan y el creyente, llegaron a una conclusión bastante polémica, pero tristemente sensata. ¿Qué estudio querría financiar a ciegas una monumental trilogía fílmica poblada por elfos, orcos y hobbits? Jackson, gacha la cabeza, la barriga de dependiente de tienda de cómics intacta, entendió que el proyecto era demasiado ambicioso, casi irrealizable; nadie les daría la pasta en esas condiciones, así que se plantearon adaptar la obra más célebre de J. R. R. Tolkien en dos entregas, y vender el asunto como un díptico de esos que tan de moda están ahora, pero que en aquella época tan poco se estilaban. El Señor de los Anillos se vería reducida en dos partes, como en su día hicieron, y tan rana les salió, los responsables de la adaptación que a finales de los años 70 sacaron en dibujos animados. Jackson estaba triste; tendría que sacrificar muchísimas cosas, pero mejor eso que nada, ¿no? Cumpliría su sueño. Felices detalles del destino, los productores que acabaron conociendo eran majos y les dijeron que, puesto que El Señor de los Anillos estaba dividido en tres partes, ¿qué sentido tenía acometer la adaptación en dos? Y así la saga más ambiciosa, espectacular, emotiva y grandiosa del siglo XXI tomó forma.
   El Hobbit inicialmente iba a aparecer dividida en dos, por su parte, y no fue así. También iba a ser dirigida por otro director, pero nunca sabremos si Guillermo Del Toro podría haberlo hecho mejor (no habría sido difícil, sin embargo). Esta vez, al contrario que ocurrió con El Señor de los Anillos, la decisión de aumentar el número de entregas no obedeció a requisitos de adaptación, ni mucho menos a púberes delirios del fan que de repente se ve con mucha pasta y no sabe muy bien cómo utilizarla. La saga de El Hobbit, finalmente, y aun a costa de una primera entrega que no estaba del todo mal, no ha resultado ser más que un miserable sacacuartos, una abominación capitalista, una mierda estirada y estirada hasta el infinito que apesta tanto a mezquindad y oprobio que apenas permite que nos refugiemos en sus aciertos (que los tiene) o nos dejemos llevar por el entusiasmo fanático que una vez movió a Jackson, para luego no volver. Aquí la última parte de mi crítica, chiquilicuatres, y aviso desde ya que no va a ser bonita, y que por supuesto va a tener más spoilers que orcos muertos en dos horas y media de hedonismo vacuo y rancio. 

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"¿Que si quiero vivir una aventura? ¡NO, saca el culo de mis tierras!"

   Ya de entrada, La Batalla de los Cinco Ejércitos empieza de culo. Viene Smaug todo chinao a vengarse de los humildes proletarios de la Ciudad del Lago, y éstos, mientras Bardo está metido en la cárcel no recuerdo por qué (no cometí el error de ver La Desolación de Smaug más allá de una vomitiva primera vez como para ello), tratan de huir antes de que los achicharren vivos. Entre los que escapan está el Gobernador, un hijoputa de mucho cuidado, y no porque se lleve todo el oro de la ciudad con él, sino porque en un momento dado decide tirar a Lengua de Serpiente (que ahora se llama Alfrid) de la barca para aligerar peso, y por culpa de este gesto nos obliga a soportar al amiguete durante el resto del metraje. Y sí, eso es mucha hijoputez, como se verá. El caso, Bardo escapa de la cárcel gracias a su hijo, que por lo visto tiene más huevos que todos los enanos, Legolas y su amada juntos, y se dispone a enfrentar al dragón mientras éste lo deja todo hecho un estropicio de fuegos artificiales y CGI del de los veinte duros. Como no ha explotado a su hijo bastante, Bardo, el papá del año, decide emplearle de ballesta humana para sostener la Flecha Negra (que ahora es una peazo Lanza Negra, porque las cosas en esta trilogía funcionan así), y el dragón va a por él a puerta gayola, sin escupirle fuego ni nada porque para qué, eso sería lo lógico y ya quedé como bastante soplapollas en la anterior peli (arco dramático coherente style). Y eso, que Bardo le dispara la peazo Lanza Negra justo en el agujerito de la Estrella de la Muerte y a tomar por saco el dragón. Bardo es un héroe. Bilbo y sus compadritos intuyen desde Erebor que Smaug es historia, y todo es alegría y miradas al infinito y música de Howard (Ascen)Shore. Y esto ha sido como en quince minutos de peli, ahí es nada, y te sientes estafado porque para esta chorrada ya te podían haber metido la escena en la peli anterior. Total, el sueño ya lo habías cogido.

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Ya hay que tener poca vergüenza para utilizar esta imagen como cartel

   Volviendo a sorprenderte de lo poco que recuerdas La Desolación de Smaug, te encuentras de repente a Gandalf en una jaula en un sitio como muy siniestro y muy de tener colgadas jaulas enormes de precipicios. Aparecen entonces los superhéroes del Concilio Blanco y se ponen a repartir estopa para rescatar a su colega, y esto mola mucho porque Saruman, el señor Christoper Lee, doscientos y pico años de edad (hablo del actor, no del personaje), nos demuestra que de kung-fu entiende un rato, y que Nazgûl a él, no me jodas. Llegado un momento aparece Sauron, oséase, el ojo con graves problemas de estrabismo, y Galadriel, la señorona Cate Blanchett, le demuestra por qué su personaje es tan magnético aun cuando nadie entienda quién es o qué quiere, y le da una lección de humildad marcándose una de las mejores escenas de la película, que encaja a la perfección con lo visto en La Comunidad del Anillo. Un 10 ahí eh, porque no esperaba empalmarme tan pronto.
   Mientras, los proletarios de Ciudad del Lago deciden emigrar, y en lo que Alfrid reaparece y pone sus cejas horribles al servicio de Bardo alguien dice "Se acerca el invierno" y yo como que me mofo. Parece ser que los enanos les prometieron parte del tesoro en la peli anterior, así que ahora esto les vendría fetén ya que se han quedado sin casa y tienen que rehacer sus vidas y tal (la frase "rehacer sus vidas" la dicen como veinte veces o así, todo muy intenso), por lo que Bardo los lidera hacia las ruinas de la Ciudad del Valle, en las que se instalarán. Previamente, los enanos que se habían quedado tomando unas cañitas en la Ciudad del Lago deciden tirar para Erebor, y el enano horny se despide de la elfa poniéndole morritos mientras Legolas frunce el ceño, o al menos lo intenta. Disimulando, no es de ponerse tosco, aunque ahora hasta Justin Bieber le quite las novias, el elfo que nunca debió estar allí le propone a la elfa que nunca debió estar allí irse en plan amigos a Gundabad, o algo así, que ahí hay más orcos y podemos hacer lo que mejor se nos da hacer juntos, que es matarlos. Y no tendremos por qué follar, si no quieres.

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"Venga, tron, corta el rollo y dime a qué vienen esas lentillas tan gays"

   Los enanos se reúnen en Erebor y Thorin no tarda en demostrarles a todos que se le ha ido la olla, no sólo porque de repente habla con la voz de Benedict Cumberbatch, sino porque está muy maleducado con todo el mundo y ya no respeta los tratos como antes, aunque sí tiene un segundo para protagonizar una escena bastante emotiva con Bilbo en torno a una bellota. Ahí huelga decir que Jackson da en el clavo al describir un diálogo de esencia típicamente hobbit, porque sí, los hobbits son el alma de la Tierra Media, y sin ellos ninguno de nosotros estaríamos aquí. Aclarado este punto, Bilbo le ha birlado la Piedra del Arca temiendo lo que le pueda pasar a Thorin si la acaba poseyendo, y el insoportable y pomposo padre de Legolas, Thraundil, se ha aliado con Bardo en unas reclamaciones que el nuevo Rey Bajo la Montaña, por supuesto, desoirá. Bilbo, luego de recibir la icónica cota de malla un poco como quien se encuentra un euro en la acera, decide jugársela y llevarle la Piedra del Arca al ejército de hombres y elfos para así convencer a Thorin de que cumpla el trato y recupere su honor. En el campamento se topa con Gandalf, recién llegado después de que Galadriel le haya vuelto a hacer la cobra, y lo que deberia ser un reencuentro emotivísimo se echa a perder cuando el mago, que a veces tiene ideas de bombero, ordena a Alfrid (al que sólo le han bastado unas tres gilipolleces para que toda la platea le quiera descuartizar) que vigile que el hobbit no vuelva a Erebor. Obviamente, Bilbo se pira, convencidísimo de que Thorin entenderá por qué lo ha hecho (y vuelve a ser emotivo esto, ya que ejemplifica la insensata y encantadora ingenuidad de su raza de un modo arrebatador, y calcado del libro, por supuesto). Thorin, al enterarse, decide descalabrar al taimado hobbit, el pobre Richard Armitage cada vez más sobreactuado, y Bilbo se salva por los pelos y no tiene más remedio que volver con Gandalf y los demás. Todo está listo para la batalla, y no sabes cuánto tiempo ha pasado, pero sí que lo ha hecho echando hostias.
   Parecería a primera vista que Thorin y sus camaradas tienen las de perder, porque son trece enanos contra un porrón de humanos y elfos, pero hete ahí que llega el primo Dain Pie de Hierro, como revela un Gandalf cuya única labor en este peli es explicar la trama (un poco como siempre, pero más chusco), y todo está más equiparado. Sobre todo porque el susodicho Dain viene montado en un gorrinillo super hipster y lleva unos bigotes que lo son aún más, y porque habla muy raro y gracioso. Y eso, que justo entonces aparecen los orcos, comandados por el Azog de los huevos y su primo tonto Bolgo y precedidos de unas serpientes exavadoras sacadas del asteroide de El Imperio Contraataca (y de las que no volverá a saberse NADA), y elfos, enanos y hombres se alían tácitamente y en cuestión de segundos para meterse de lleno en una coreografía muy molona. La Batalla de los Cinco Ejércitos, bitch. Hay cuatro de momento, pero todo se andará, que fijo que quedan cinco horas de peli por lo menos.

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"Tenéis un futuro doraaado, si no olvidáis quién manda aquí... Mas quiero que quede bien claro... ¡NO DARÉIS UN BOCADO SIN MÍ!"

   En la batalla Bardo hace una cosa muy heroica y muy chorra para salvar a su familia (otra vez) y Bilbo lucha un poquillo y todo, utilizando un Dardo al que, por cierto, le ha desactivado la función de brillar cuando hay orcos cerca. ¿Qué mierda de fan eres tú, Jackson, grandísimo farsante? Muchas tomas panorámicas de puntitos digitales zurrándose, cero épica, Legolas y Tauriel llegan, ojo, que hay más orcos en una montaña a tomar por el ojete de aquí, menos mal que os hemos avisado eh, jeje, BÉSAME TAURIEL, POR DIOS, NO ME HAGAS DE NUEVO LO DE MAGALUF. Thorin, el enano horny, el hermano del enano horny y otro enano están en esa montaña precisamente, y alguien ha de avisarles, ¿y quién va a ser sino Bilbo? Tras una nueva escena que pretende ser épica pero sólo es otro bluff, Bilbo se pone el anillo y se echa a la carrera sin matar un solo orco por el camino, y eso que siendo invisible había cero riesgo. Estos hobbits. En la susodicha montaña un enano que no es el enano horny la diña, y llega Bilbo, dice que vienen más bastardos, le dejan inconsciente de un cebollazo en la nuca, y hasta ahí el gran papel de El Hobbit en la tercera parte de El Hobbit. Los enanos importantes ahora están en un lío tremendo, porque encima por ahí andan Azog y Bolgo. Mal rollo.
   Menos mal que está Legolas para salvar el día. La montaña está a tomar por el ojete, ¿eh? Pues ya ves tú qué problema, me encaramo a uno de esos murciélagos gigantes que revolotean por ahí y le digo que tire pal monte, que seguro que le pilla de camino, y hala. Ya estoy, gracias, flechazo en el colodrillo para que se pare, me apeo, y a darle leña al mono. Tauriel llega un poco más tarde y todos los héroes preferidos por el público, los que cuentan con su máximo cariño y empatía, ya están listos para la última gran lucha. Esta vez sí, el enano horny la diña al luchar con Bolgo, que ya es mala suerte, a ver Tauriel con quién practicará pedofilia ahora, y Legolas vuelve a hacer algo muy heroico y muy chorra mientras un puente se derrumba, justo para acabar con Bolgo de una vez por todas. Entretanto, Thorin y Azog combaten a muerte en un estanque helado con vistas preciosas a la sierra, y luego de protagonizar una escena que es, simple y llanamente, una puta vergüenza, se matan el uno al otro. Thorin, que ya volvía a ser molón luego de una escena rarísima de él solo en la montaña que no he mencionado porque en su momento se me ha olvidado, se despide de Bilbo, oportunamente recuperado de su traspié, y esperas que entonces llegue la emoción. Venga, ahora, ahora, emocióname, Jackson, malnacido. Pero nada.

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Con ese tipín, sencillamente no se puede dirigir una epopeya friki a derechas. Es de cajón

   Lo que queda de película es una serie de despedidas de desigual efectividad. Legolas le dice adiós a su padre y la conversación casi mola, porque mencionan de pasada a Aragorn, pero se jode cuando le da por hablar de nuevo de LA PUTA MADRE DE LEGOLAS QUE NO LE IMPORTA A NADIE Y DE LA QUE HABLAN TRES VECES PARA NO DECIR NADA Y DIOS NADA TIENE SENTIDO EN ESTA PUTA PELÍCULA. Bilbo se despide de los enanos en una conversación medianamente entrañable (por fin), y se vuelve con Gandalf al pueblo. Ah, sí, se me olvidaba, antes de todo esto han llegado las Águilas, con Radagast El Pelma y Beorn subidos a ellas con un primer plano de un segundo cada uno. Genial, Jackson, eh. Ocho mil horas de película pero no podías darle a Beorn unos veinte minutos dignos. Es que te haces odiar.
   Acabo cuanto antes que me estoy alargando y poniendo triste. Gandalf y Bilbo, como decía, vuelven juntos a la Comarca con unos planos preciosos, y el hobbit, ya a solas, protagoniza otra escena estúpida con el único objeto de demostrar que Thorin era su colega, pero en la que al menos sale por fin, redoble de tambores, LOBELIA SACOVILLA-BOLSÓN. Cinco películas esperándola, y por fin está aquí, y el hecho de que sea su aparición lo que más me haya ilusionado de la peli creo que no dice nada bueno de ésta. Enlace predecible con La Comunidad del Anillo, canción preciosa de Pippin, y fin. 

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Sólo esta ilustración merece más la pena que toda la maldita película

   Conclusión, ¿hace realmente falta? Discernir cuál es peor película, si ésta o La Desolación de Smaug, se antoja tan difícil como inútil, aunque sí es cierto que La Batalla de los Cinco Ejércitos deja muy buen sabor de boca sólo porque aparece al final la Comarca. También es cierto, por otra parte, que la última película exuma una desgana y una improvisación inéditas en el director de Tu madre se ha comido a mi perro. Todo está rodado como con cansancio, con prisas, con detalles de guión sin sentido ni continuación (habrá que esperar a las versiones extendidas, ¿no? A MAMARLA), y con una desidia realmente contagiosa. El relleno, ahora, es el menor de los problemas, comparado con lo insustancial de todo, y la película, entre imbecilidad e imbecilidad, ni siquiera se permite ser soporífera, componiendo un final, en resumen, muy lógico y coherente para lo que este proyecto era, en concepto, desde el principio.
   La saga de El Hobbit ha sido un gigantesco error, una trilogía que nunca debería haber sido tal, y que podría llegar a ensombrecer el legado de El Señor de los Anillos sino fuera porque estas pelis son demasiado buenas como para que algo las pueda ensombrecer nunca. Como aficionado al cine, puedo decir sin empacho que la saga de El Hobbit ha resultado ser una monumental chufa. Como seguidor de la obra tolkieniana, y más aún, como fanático del libro en el que se basa (que, no dejaré de repetir, es infinitamente superior a los centenares de páginas descriptivas y engañosamente poéticas de El Señor de los Anillos), la saga ha resultado ser, además, un insulto a mí y a todos los frikis irredentos que una vez creímos haber encontrado en Peter Jackson nuestro Mesías. Como todos los Mesías, sin embargo, como ya hizo George Lucas, Jackson nos ha fallado, y lo ha hecho por lo mismo que lo hacen todos, que no es otra cosa que la guita.
   Así que eso, Jackson, vete a tomar por culo. Con cariño, pero vete.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Pff...

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Uno se pregunta, ante todo, qué necesidad había. Qué se podía aportar. Qué se podía ganar. Y así. Desde luego, la pregunta no era qué podía salir mal, porque se sobreentendía que todo, y el resultado se ha ajustado galantemente a ello. Exodus, subtitulada con mucha pompa y circunstancia como Dioses y reyes, es una chufa de bíblicas proporciones, y un nuevo tanto que se marca Ridley Scott en su empeño por destruir el prestigio de su carrera con el menor número posible de títulos. A continuación, spoilers del tamaño del Mar Rojo, en caso de que sea posible hacerlos en cuanto a una historia más vieja que el cagar.
   Que Ridley Scott ya no es lo que era es bien sabido por todos. Ya sea porque le afectó mucho la muerte de su hermano Tony (al que le dedica la presente obra con muy poca vergüenza), o porque en realidad nunca ha sido un director tan cojonudísimo y sólo nos damos cuenta en ésta nuestra resaca de Gladiator, últimamente está que no da pie con bola. Estoy segurísimo de que joyas como Prometheus y El consejero se van a convertir en películas de culto con el paso de los años, aunque sea por razones irónicas, pero hasta entonces Ridley va a tener que apechugar con el descrédito y la chapuza, sobre todo en cuanto a la que es sin duda la peor peli que he visto de él, y que es la que nos ocupa. Ya que, a diferencia de Prometheus y El consejero, Exodus, por no tener, no tiene ni gracia.
   El nuevo film épico del cineasta que nos trajo Blade Runner y ahora amenaza con su secuela (porque las desgracias nunca vienen solas) es, ante todo, un inmenso error de cálculo, una catástrofe en la que nada se salva, y en la que nada lo haría aun si no tuviera dos precedentes tan ilustres como Los diez mandamientos o, albricias, El príncipe de Egipto, con los que medirse. Las comparaciones son siempre odiosas, pero en el caso de Exodus, es que directamente son destructivas. Desde el principio un servidor, insensato admirador y creyente de la mejor peli animada de DreamWorks de su historia y, si me apuráis, una de las tres mejores de la historia en general, no se temía nada bueno, pero aún así pagó religiosamente, y nunca mejor dicho, por la entrada, y se dispuso a dejarse sorprender, del modo que fuera, aun sabiendo que nada explicaría mejor la situación y el sentimiento del pueblo hebreo que una canción llamada Libéranos. Barro, arena, paja. Y así con todo.

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Porque, ¿qué mejor modo había de introducir un conflicto fraterno-filial que con UNA JODIDA CARRERA DE CUÁDRIGAS?

   El amigo Ridley, o más bien los cerca de cuatrocientos inútiles que se pusieron con el guión, quería sorprender más allá de una buena recreación del Egipto de los faraones (una que, por otro lado, ya había tenido bastante proyección con la película de Cecil B. DeMille, y con el remake que muy ufano se hizo a sí mismo), y por ello quisieron introducir cambios revolucionarios que le proveyeran de una identidad única y distinguida. La visión de Ridley Scott. La historia como nunca antes te la habían contado. Y oye, algo de eso hay.
   Moisés está interpretado por Christian Bale, un buen actor que defiende como puede un personaje que parece diseñado por Santiago Calatrava y que sólo brilla en un par de ocasiones, estando en el resto extremadamente forzado, ceñudo e insustancial, de manera que nos permita a todos fijarnos holgadamente en esa verruga ASQUEROSA que tiene en el ojo. Dios, qué HORRIBLE es la verruga de Christian Bale. Es que lo mata todo, lo destruye, elimina todo el sexappeal que podría llegar a tenery bueno, Joel Edgerton está muchísimo peor. Al margen de que Bale se le meriende en todas las escenas, lo cual sería lógico de por sí, su Ramsés es el tipo más inútil del Antiguo Egipto, un pusilánime de mucho cuidado que tan pronto abraza una pitón poniendo cara de Salma Hayek (muy violento todo) como no se entera de por qué carajo expulsan a Moisés de Egipto (en ese caso su cara es muy similar a la del público, ya que esa parte de la trama debió de escribirla Damon Lindelof una mañana que se levantó con diarrea), y destruye todo impacto dramático sosteniendo el cadáver momificado de un hijo que en realidad sabe que es un muñeco Nenuco tamaño familiar y no puede disimularlo. Los dos hermanitos, que en esta ocasión, mira tú por donde, son primos (lo cual igual tiene más rigor histórico, vale, pero le resta aún más chicha a la cosa), están enormemente desacertados en sus papeles, pero no es nada comparado con el plantel de secundarios. Esto último clama tanto al cielo que se merece un párrafo aparte, tal como se lo merece la verruga VOMITIVA de Christian Bale, pero centrémonos y montemos una ONG para que se la extirpen de una buena vez o algo.

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Aquí el amigo mirando con el perfil bueno

   John Turturro hace del padre de Ramsés y, contra todo lo que pudiera parecer, no es el que está peor; de hecho, al lado de Sigourney Weaver parece Liam Neeson. El personaje, por llamarlo de algún modo, de la teniente Ripley es uno de ésos tan ridículos y tan mal escritos que no merecen siquiera la explicación de por qué, en determinado momento de la trama, han desaparecido. La Weaver, eso sí, tiene menos cancha que otros compañeretes para fracasar, y en esto tenemos a nuestra María Valverde como Séfora. La chiquilla, que ni está tan buena ni su nariz es tan impresionante ni tiene repajolera idea de lo que es la mirada celestial, se conforma con hablar inglés mejor que Penélope Cruz, y eso es todo. Ben Kingsley anda por ahí también, ya que es oír hablar de rodar en el desierto y se pone palote, y en el puesto de honor está Aaron Paul, el Jesse Pinkman de Breaking Bad. Lo de este chico es muy fuerte eh. Los produs tampoco tenían por qué tratar de fingir que al chico no lo habían fichado sólo porque en ese momento estaba de moda, pero sí intentar que le dejaran al menos más de dos frases y de afectadísimos primeros planos, digo yo. Lo único que hace el amiguete es mirar a gente hacer cosas y chulearse de lo bien que le crece la melenita, y ni siquiera permite que podamos decir que es un actor de un solo registro (y mira que tenía ganas), porque lo que es actuar, poquísimo.

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"Pues mi papel será una mierda, pero voy a salir en las nuevas de Avatar y Cazafantasmas. Envidia que me tenéis"

   La labor del reparto es un truño, sí, pero no es culpa suya íntegramente. Como ya insinuaba, el mayor problema de Exodus es que su guión está escrito con el ojete, y de donde no hay no se puede sacar, por mucha música de Alberto Iglesias (memorable) que quiera hacer más digerible la inmundicia. Lo peor del libreto no es tanto la indefinición de los personajes o su moroso aburrimiento como lo indeciso y falto de coherencia que resulta, y la cobardía y dejadez que exhuma. Parece que la intención era reconstruir la historia de Moisés de la manera más realista posible, despojándole de todo el misticismo cristiano y valorando más psicológicamente a sus integrantes, y sí, la idea es en sí misma un despropósito, pero Dios mío, qué mal resuelto está todo además. Al principio te plantan una batalla estupendamente coreografiada contra los hiítas (o algo así) un poco por contextualizar la movida y lucir los dólares, omitiendo introducción alguna con Moisés en la cesta y conduciendo a la revelación del origen hebreo de éste (vergonzoso, en este punto, lo que hacen con el personaje de Miriam, que ha pasado de ser el corazón de El príncipe de Egipto a una pelagatos de la que Moisés se olvida en un abrir y cerrar de ojos); pero no empieza lo bueno hasta que al prota le es encomendada la misión. La zarza ardiendo no habla, sino que en su lugar lo hace un niñato que, de ser en efecto el Dios de Israel, explicaría muy clarito por qué los judíos son tan cabrones; un niñato que sólo Moisés ve, por mucho que Aaron Paul (Josué) lo intente mirando con mucha intensidad a una roca vacía y le dé mal rollito, y que por tanto podría ser una alucinación suya. Moisés esquizofrénico. Vale, compro. El tipo es humano, duda, cree que la solución está en entrenar a su pueblo militarmente para que se rebele contra el yugo egipcio y luego resulta que eso no tiene mucha salida, oye, pues nada, nadie es perfecto.

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"¡Tuve un papel más digno en Need for Speed Underground, bitch!"

   Las plagas intentan circunscribirse a este afán realista, y el tipo que hacía de Spud en Trainspotting lo explica muy clarito. Aquí no hay Dios que valga, es sólo que los egipcios están teniendo una mala suerte lamentable, ya vendrán los brotes verdes, ya. Luego a todos los primogénitos les da por morirse de repente (en una escena muy bien resuelta, la verdad), y algo falla, igual Moisés no está tan loco, igual el niñato existe de verdad y Aaron Paul está cieguísimo de crack y no se da cuenta, e igual el guión se está haciendo la puñeta a sí mismo. Hasta culminar en su propio harakiri, en su renuncia definitiva a hacer algo presentable, y asesina sin piedad el momento en que los judetas cruzan el Mar Rojo. Moisés no tiene cayado (y ya me diréis cómo va a obrar prodigios en esas condiciones), así que lo único que hace es aprovechar que la corriente les viene bien y eso, cruzar. Luego talla él mismo las Tablas de la Ley, se reencuentra con la Valverde y echan un polvete de reconciliación, pierde al niñato entre la multitud, y se acabó la peli. ¿Qué significado tiene todo? Qué sé yo. Ni siquiera salen tetas, así que como para centrarse.
   Exodus es basura, y no merece que se hable más de ella, ni que yo lo haya hecho tanto. Pero qué queréis, habrá que coger fuerzas para cuando me ponga con la tercera de El Hobbit. Ahí sí que me voy a correr.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Agencia de Información

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Parece ser que el año 2014 se está convirtiendo en el mejor año para el cine español de toda su historia, no sólo en lo relativo a los números (que en su conjunto no serán mucho mayores de los que ya afanó el estreno de Lo imposible por sí solo), ni tampoco a la calidad de lo producido. La calidad viene a ser, creo yo desde mi optimista indocumentación, la misma de siempre, la usual; lo único que ahora está empezando a ser apreciada, y en un momento que, para más inri, producir cine español no es la mejor de las opciones. Pero, como ya ocurriera en el Siglo de Oro, como siempre ha ocurrido en nuestro país, los tiempos de crisis agudizan el ingenio. 
   No tenemos más que holgarnos de ello y disfrutar de los coletazos últimos de este beatífico año que nos abandona para, probablemente, no volver. El año 2014 será el año de Ocho apellidos vascos (sobre todo, y muy bien), de La isla mínima (por su parte, y regular), de El niño (que no he tenido el placer, pues no puedo volver a ver a Jesús Castro en menos de un doce meses por prescripción médica), de Torrente 5 (porque, por una vez, no renegamos del pasado), y de, a mí me gustaría, Magical Girl. También parece que va a ser el año de Mortadelo y Filemón contra Jimmy El Cachondo, esta última habiéndose añadido a última hora y abanderado una insensata tendencia, también muy española, a quemar todas las naves de una vez. Para el 2015, así las cosas, no podemos esperar de momento más que un nuevo Alatriste, y uno que ya se sabe que va a ser una porquería (sin novedad en el frente) destinada a la televisión. Yo, por mi parte, ya empiezo a añorar el 2014.

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"¡Que veáis Magical Girl, merluzos!"

   Realizar un nuevo intento de traspasar la obra de Ibáñez a la gran pantalla no sería, a primera vista, la mejor decisión a tomar en una temporada que tan satisfactoria está siendo a todas luces, al correr el riesgo del hartazgo, de la humillación comparativa y del retorno de lo rancio (que nunca nos ha abandonado, pero la taquilla siempre se apaña para disimularlo). Éste viene siendo el tercer intento de adaptación, después de dos experiencias tan interesantes y desiguales como fueron La gran aventura de Mortadelo y Filemón y Mortadelo y Filemón: Misión Salvar la Tierra. Y, siendo la tercera y presumiblemente la vencida, sus responsables no han querido continuar con sus épicas ambiciones, optando por la opresiva humildad que un título como Mortadelo y Filemón contra Jimmy El Cachondo sugiere, y por la pereza y falta de riesgo del medio animado. Si no se pué, no se pué, parece querer decirnos un resignado Javier Fesser, y a continuación nos presenta la película de Mortadelo y Filemón que, por supuesto, más y mejor respeta la obra de Francisco Ibáñez. El que sea la mejor película de Mortadelo y Filemón hecha hasta ahora... bien, es otro cantar.
   Antes de desgranar la película más facilona y evidente de las catástrofes calvas congénitas, unas palabritas con respecto a La gran aventura de Mortadelo y Filemón, si se me permite. Yo soy un lector contumaz de Ibáñez, siempre lo he sido, siempre lo seré, y sus personajes y viñetas me han acompañado desde que tengo uso de memoria, no así de razón. Insistir en lo mucho que significan para mí, en la vacuidad a la que mi infancia y adolescencia se habrían visto abocadas sin ellos, no es más que un esfuerzo fútil que no atinaré a expresar medianamente por muchas palabras gonitas que emplee. Y a pesar de tan mortadelesco mi espíritu, La gran aventura de Mortadelo y Filemón me parece un prodigio cinematográfico, y una de las películas más incomprendidas del celuloide nacional. Soy consciente de que como adaptación, más allá de los diseños, del ritmo y de ciertos palabros del guión, no vale un carajo, y de que hacer a Rompetechos facha y a Mortadelo subnormal bien podría merecer un disparo en el colodrillo de los iluminados, ¿pero y qué? Es una comedia divertidísima, frenética y bañada en un costumbrismo delicioso que a mí me apabulló y maravilló lo indecible, redundando en sucesivas revisiones y memorizaciones de sus diálogos (que ya tenía mérito, al vocalizar los personajes peor que, sí, Jesús Castro). Todos los actores, incluso Benito Pocino, aquel diamante en bruto, estaban espléndidos y graciosísimos; la violencia era tan absurda como terrorífica; y la banda sonora tan cutre y descontextualizada que acababa siendo entrañable. Pero, ay, todoquisque la odia, y con tantas ganas que apenas les quedan fuerzas para odiar también aquel excremento zafio, despreciable y traicionero que es Mortadelo y Filemón: Misión Salvar la Tierra. No me voy a alargar enumerando sus numerosos desmanes, en descargo de sólo remitirme a un perro infográfico llamado "Bush" que me hizo sentir, por primera pero no última vez, vergüenza de ser español.

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"Qué mal rollo, ¿no?"

   Javier Fesser, director de aquella otra joya llamada El milagro de P. Tinto en la que todos quisieron ver, en absoluto desencaminados, la precuela de La gran aventura de Mortadelo y Filemón, vuelve a intentarlo como decíamos, y en su intento deja de lado cualquier intención de arriesgar o de dejar confluir su peculiar imaginario al cosmos ibañesco. Del Fesser castizo, cutre e inoportuno sólo ha quedado una banda sonora no original que, sí, es una pasada, y le insufla a la película una personalidad de la que otro modo carecería, sin miedo alguno a incurrir en un ridículo que no tarda en llegar. Porque puede que Filemón con Julio Iglesias como leitmotiv a sus motivaciones románticas tenga su aquel (un aquel que es la polla), pero igual que su enemigo el Tronchamulas le emule para a continuación versionar a Los Secretos, y luego incluso el cachondo de Jimmy se ponga a canturrear también, es un poco ir demasiado lejos.
   De este Fesser diluido en estilo y forma son feudo también los personajes originales, tales como el propio Jimmy o sus secuaces Mari y Trini (sic), de una vis cómica más que dudosa, así como ciertas libertades escatológicas que se toma y que quedan violentas y de pegote. Pero, por lo demás, Mortadelo y Filemón contra Jimmy El Cachondo es la adaptación más fiel que imaginarse pueda, incluso pasando por alto pequeñas blasfemias como que sea Filemón el que beba los vientos por Irma, o éste resulte ser el protagonista absoluto de la función. Hándicaps que, por cierto, no molestan tanto como una secuencia de apertura alargada hasta la extenuación y que constituye un grandísimo error de cálculo, luego felizmente subsanado con la orgía de golpes, persecuciones e insultos que le siguen.

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Mortadelo y Filemón viendo el trailer del Episodio VII

   La animación, sin ser nada del otro jueves, permite a Fesser por fin meter de media tres hostias por minuto, y elaborar escenas de acción tan vistosa y adrenalítica que dejan al colosal plano secuencia de Tintín y el secreto del Unicornio en paños menores. Por si fuera poco, el doblaje de Mortadelo llevado a cabo por Karra Elejalde debería configurarse, desde este mismo instante, como patrimonio nacional. Así que sí, la película está guapa, pero llegados a este punto no estaría de más discernir si es la mejor adaptación de Ibáñez jamás hecha y de, si no lo es, determinar quién tiene ese privilegio.
   Llegué a una conclusión la misma noche después de haber visto la película de Fesser, según volvía al calor del hogar pensativo, habiéndomelo pasado teta y tarareando exultante Me olvidé de vivir, pero con un regusto amargo en los labios. Repasaba en esto la serie de adaptaciones que había visto, desde los despersonalizados capítulos de la serie de Antena 3 (meros calcos de los cómics despojados de su desquiciada velocidad) hasta el infausto momento en que a Edu Soto, entonces conocido como el Neng de Castefa, decidió enfundarse las gafas. Entonces ya tenía claro que La gran aventura de Mortadelo y Filemón seguía siendo mi película favorita de Mortadelo y Filemón, pero también sabía que no era, ni por asomo, la mejor adaptación. 
   La respuesta estaba escondida en un recodo de mi memoria, uno por supuesto dedicado a la infancia, aquella gloriosa parte de mi existencia de la que, por muchos años que fueran golpeándome, siempre iba a seguir descubriendo tesoros que no sabía ni que recordaba. Se trataba de una serie de cortometrajes agrupados con el título de Mortadelo y Filemón, Agencia de Información, estrenados a finales de los años 60 y dirigidos por un señor llamado Rafael Vara, en un tiempo en el que los legendarios personajes ni siquiera disponían de álbumes propios o aventuras largas (poco después El sulfato atómico sería publicado). En esos cortometrajes no existían ni el Súper, ni el Bacterio, ni la Ofelia, y para más inri Filemón llevaba americana, pero los personajes estaban ahí en esencia, vivos, íntegros sus caracteres, con un doblaje inconmensurable y unos guiones extraordinarios, sin nada que envidiarle a las historietas contemporáneas.
   Y ahí está mi respuesta, totalmente personal y parcialmente cegada por el truculento influjo de la infancia que se recuerda pero ya no se vive. Podrá ser acusada de reaccionaria y miope, y yo no habré de preocuparme en defenderla, optando por la más democrática decisión de sonreír con suficiencia, recostarme contra el sofá y leer el Mundial 78 por centésimodecimoquinta vez. Porque, al fin y al cabo, nunca hay mejor adaptación que la que cada uno se monta.

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domingo, 30 de noviembre de 2014

Allen Stewart Konigsberg, huyendo conmigo de mí

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Woody Allen ha dicho en repetidas ocasiones que su obra maestra aún está por llegar; repetidas ocasiones que, hasta donde yo tengo memoria, se han dado en el marco del nuevo siglo, bien lejos ya de ese glorioso par de décadas donde las obras maestras le salían como sarpullidos y él, o no era consciente, o sentía demasiada responsabilidad para con su aura de genio torturado y solemne pervertido. Lo que en un artista cualquiera sería una encomiable muestra de modestia, y hasta una exultante promesa para con los años venideros, en un artista como Woody Allen dicha frase, aunque sincera, suena dolorosa, y quizá vertebra la que es una de sus mayores deficiencias como cineasta: el exceso de trabajo y la distracción derivada. Woody Allen ya ha alcanzado, sea cual sea, su obra maestra, de eso poca duda puede caber, y el problema es que no se ha dado cuenta. El problema es que se ha obstinado en perseguir una quimera que le va a acabar matando de fatiga, y a nosotros a disgustos.
   La película de la que el genio neoyorquino más orgulloso se siente, según ha confesado reiteradamente, es La rosa púrpura de El Cairo, y es una que, dentro de sus discretos (discretísimos) valores cinematográficos, da buena cuenta de la búsqueda sionista de su director, siempre en pos de una obra que acabe finalmente por trascenderle y se eleve de ese pozo de mediocridad y tristeza suprahumanas al que se ve abocado, y del que sólo sale de vez en cuando para decir que bueno, que no es para tanto, que podía ser peor. El Allen que se muestra optimista sin ambages es el peor de los Allens posibles, porque es el más falso, es el que se autoengaña, es la sesión de psicoanálisis que te reconforta en el momento para luego en casa volver a mirarte las venas de la muñeca con canina avidez. Esta dualidad le ha caracterizado desde que llegó a la conclusión de que no podía seguir dando la impresión de ser completamente feliz, y abandonó ese maravilloso humor absurdo que caracterizaba sus inicios. Toma el dinero y corre o El dormilón son obras maestras, pero no obras allenianas. Son obras de las que Allen podrá sentirse orgulloso porque por un momento, en su escritura, creyó ser feliz. Cuando no lo es. Él lo sabe, pero se tortura pensando que alguna vez podrá serlo, y en función a ello ha construido una obra cinematográfica inconmensurable, uno de los tesoros de la civilización occidental, y una terapia cara de la hostia.
   Llega a las pantallas con considerable retraso uno que, desde antes de que se pusieran a rodar, es un Allen menor, un nuevo divertimento, un nuevo panfleto de sus obsesiones despojado de mordiente. Después de la ambigua y despersonalizada Blue Jasmine, el director vuelve a la comedia romántica, a intentar alegrarse un poco y perseguir la luminosa obra maestra que nunca conseguirá, mientras su intento es percibido como forzado por un espectador, que soy yo, al que Allen no consigue engañar, el mismo que no encontró el más mínimo consuelo en el discurso del filósofo alemán al final de Delitos y faltas
   Protagonizan Colin Firth, que de tanta pluma y elegancia como tiene resulta hasta violento, y Emma Stone, la enésima musa del genio que, por esta vez, tiene alguna idea de actuar. Los dos están encantadores, tienen química, hablan y hablan en el marco de diálogos tan deliciosos como explícitos, y se enamoran a la luz de la luna, como no podía ser de otro modo. Por el camino se deja de lado la sutileza y la práctica totalidad de la mala leche alleniana, concentrada en pequeñas píldoras sarcásticas por parte de Firth que únicamente mueven a la efímera sonrisa, al tuit ocurrente, y al dolor de la ausencia. También, Allen trata de darle un tono ligero a la función como pocas veces había visto en él (incluso Todos dicen I love you tenía más enjundia), y acaba resultando, francamente, cursi. No por las declamaciones románticas a las que ya se expone desde el mismo título, ni tampoco por la, soportémoslo, resistencia a transgredir para así descansar un poco tras el paso del tranvía de Blanchett; sino por la dejadez que denotan todos y cada uno de sus aspectos, y la fútil condescendencia de ellos. Colin Firth ve subordinado su arco dramático a una serie de epifanías a la cual más obvia y ridícula, según Allen nos quiera decir una u otra cosa, y la obra se ve abocada a un final feliz que suena a falacia, a convención, a hipocresía. 
   En resumen, no es que Magia a la luz de la luna sea un Allen menor, es que ni siquiera es un Allen. Dice lo mismo que todas las películas de Allen, pero lo dice de un modo tan mediocre, almibarado y enervante que no, no puede ser obra del mismo hombre que consiguió con La última noche de Boris Grushenko la mezcla definitiva entre metafísica y humor absurdo. Su nueva película no es sino el grisáceo alegato de un hombre que ha perdido el rumbo, en caso de que alguna vez lo haya tenido, y que no sabe qué más hacer para conseguir esa esquiva obra maestra, ni lo sabrá nunca. Lo cierto es que Woody Allen es el más grande de los genios malditos, y como tal quedará en la Historia del Cine. Entretanto, y pasado Match Point (que no deja de ser, como ya se ha dicho hasta la saciedad, un remedo de Delitos y faltas, obra en la que ya dijo absolutamente todo lo que tenía que decir), no va a dirigir más que cagadillas. Yo lo tengo asumido, y no por ello estoy menos encantado de seguir siendo uno de sus voluntariosos psiquiatras, con la esperanza de que un día Woody Allen descubra lo que significa ser Woody Allen y, por fin, sepa sentirse orgulloso de ello.  

jueves, 20 de noviembre de 2014

El periquito sin cabeza

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A qué punto ha llegado la civilización occidental, adónde su decadencia, cuándo su destrucción, son las cuestiones a estudiar si os confieso lo mucho que me fascinaban los hermanos Farrelly durante mi más tierna infancia, y lo viejo y cansado que me siento al decirlo. Eran los noventa, la más mágica y luminosa de las épocas, el inocente y despreocupado solaz de la cultura pop, y películas como Algo pasa con Mary, Vaya par de idiotas, Yo, yo mismo e Irene, y cómo no, ella fue la primera, Dos tontos muy tontos, gemas incunables recomendadas para menores acompañados y productoras de las primeras inquietudes corrosivas para con la sociedad perfecta que la década, por lo demás, preconizaba. Concretamente, en Dos tontos muy tontos había una escena que suponía una clara ruptura con toda la anterior mojigatería disneyana, y que hubo de empezar a conformarme como el sesudo estudioso del humor negro que hoy en día os atormenta: Unos sicarios  decapitaban al periquito de Harry (Jeff Daniels). Su amigo Lloyd (Jim Carrey) quería sacarse unas perrillas para el viaje que pronto habrían de inaugurar y, ni corto ni perezoso, decidía vender el periquito al niño ciego del barrio. Para ello no se le ocurría otra cosa que pegarle la cabeza con celo a Piti (tal era el nombre del malogrado ave), y confiar en que el invidente no se diera cuenta. Y así, entre estruendosas carcajadas y dos brevísimos segundos de silenciosa inquietud, es como me hice mayor.

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Éste era yo durante mi niñez. Bueno... y ahora mismo

   Ahora Harry y Lloyd también se han hecho mayores, paralelamente a sus padres. Y no les ha sentado bien. Dentro del ámbito paternal, el legado de Peter y Bobby Farrelly ha caído en un descrédito inabarcable, en el que han incurrido gozosamente con detritus del calibre de Amor ciego, Pegado a ti o una serie de peliculillas protagonizadas por Drew Barrymore, Ben Stiller u Owen Wilson que a nadie le importan un carajo. Han perdido del todo el ingrediente subersivo de los noventa, el gamberrismo más primigenio que tantos seguidores hubo de captar (Algo pasa con Mary es la comedia más influyente de los últimos tiempos, y esto es así) y en su lugar van tirando como pueden, asistiendo resignados a cómo ilustres personajes como Evan Goldberg, Seth Rogen y demás parentela les han expulsado del trono. Hasta ahora. O no.
   Harry y Lloyd, las criaturitas, por su parte, sufrieron muchísimo más gracias a una única película, Cuando Harry encontró a Lloyd, una de los subproductos más infames y desvergonzados que ha dado el no menos infame y desvergonzado mundo de las precuelas. Aparte de este lapsus, siguieron viviendo en nuestras memorias haciendo acopio de un cariño a prueba de balas, cómodos en su estatus de mitos noventeros y sin verse en la necesidad de volver a echarse a la carretera. Hasta ahora. O no.

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Largo de aquí escoria

   Dos tontos todavía más tontos es una secuela, desde su mismo punto de partida, innecesaria, y no porque veinte años sean muchos, o los personajes no den más de sí (que también), sino por el ánimo con el que los Farrelly se han tomado el encargo, poniéndose a escribir bromas guarras no con el objetivo de superar la visceralidad de su opera prima, sino con el de homenajearla. De este modo, la nueva película de Jeff Daniels y Jim Carrey es un vanidoso canto a la autoindulgencia, y uno que, dado que el antecesor noventero no era precisamente una película de Billy Wilder, queda como impostado, maloliente y wannabe. 
   Donde Dos tontos muy tontos era pura anarquía, en Dos tontos todavía más tontos no es más que el recuerdo de ella, pasado por el filtro más o menos ingenioso de los hermanísimos para ponerse al servicio de un argumento que no pretende ser más que su excusa. Tanto es así que en la secuela se referencian prácticamente todas las escenas del film original, con menor o mayor fortuna pero, siempre, con una desvergüenza que casi llega a ser de admirar, y una pereza que casi sorprende ya que, bueno, han pasados veinte años pardiez. 
   En otras palabras, los Farrelly no se han mojado. Lo más mínimo. En consonancia a ese espíritu amodorrado del que hacen gala de un tiempo a esta parte, han impulsado la secuela de su obra más célebre (y mejor, sin asomo de duda) sin riesgos, sin cambios, dejándolo todo en manos de la añoranza del público y de esos dos mostruos que son Jeff Daniels y Jim Carrey. El primero, que ganó hace poco un Globo de Oro por interpretar a uno de los hombres más listos del planeta en The Newsroom, está tan espléndido y encantandor como cuando en la primera se tomaba el laxante y echaba el moñigo de la década; y el segundo... no sé, se podría decir simplemente que HA VUELTO. Sin pingüinos. Sin maquillajes que impidan reconocerle a la madre que lo parió. Sin bobas pretensiones dramáticas. En serio, sólo por volver a ver a Jim Carrey haciendo lo que mejor sabe hacer (el imbécil) casi merece la pena pagar por ver Dos tontos todavía más tontos

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"Una vez cruzamos un pastor alemán con un caniche. Lo llamamos... pastiche"

   Al margen de un dúo protagónico que sería resultón incluso si se limitara a mirar a la cámara con cara de enajenado durante ochenta minutos, Dos tontos todavía más tontos es un flamante, pero lamentablemente artificial, ejemplo de comedia estúpida, en el que los niveles de gilipollez y sonrojo pueden ser propasados de mil y un modos sin que se pierdan neuronas, o no demasiadas, por el camino. De mil y pico bromas funcionarán unas ochocientas, setecientas de ellas componiendo simples remedos del original, diez siendo auténticamente buenas, y una, en concreto, suponiendo el mejor chiste que se ha hecho nunca sobre Apocalypse Now. Éstos, escuetamente, son los números, al margen del potencial emotivo que tenga la peli sólo por ser lo que es, que, en mi caso, es mucho.
   Por lo tanto, se podría decir que los Farrelly han conseguido su objetivo, y que la peli me ha gustado. Soy consciente de la manera despreciable en la que han jugado con mis sentimientos, del grado de manipulación, de lo lamentable que es el gag que recupera la furgoneta con forma de perro, pero, aún así, me he reído tanto y tan estúpidamente con esta mierda de película que no voy a poder menos que recomendarla. Todo sea por Piti.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

2001 para dummies

La nueva película de Christopher Nolan se llamaba Interstellar y trataba de agujeros de gusano. No obtuve información mucho más detallada, o reseñable, en los uno o dos años que el hype fue tomando forma, ni mucho menos una que no me hiciera abrigar ciertas inquietudes en cuanto al siguiente paso del que bien podría ser el realizador más talentoso y completo de su generación. Sí, aparte iba a estar ambientada en un futuro postapocalíptico, la cosa iba de buscar nuevos planetas en los que echar raíces, y la protagonizaría Matthew McCounaghey. Como yo tampoco tenía la menor idea de lo que eran los agujeros de gusano ni de si se podían comer, y además resultaba que de pronto Matthew McCounaghey salía en todas las películas, el hype que antes reseñaba fue tomando consistencia a una velocidad muy lenta, o en todo caso mucho más de lo que en la filmografía nolaniana se acostumbraba. Lo que sí que hubo de sorprenderme en este uno o dos años fue el descubrimiento de que existían "antinolanistas", de que incluso un buen número de ellos cabalgaba por Internet y ponía al director británico a parir indiscriminada e impunemente. El género humano volvía a sorprenderme, y volvía a hacerlo para mal.

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   A expensas de mi proverbial brevedad de miras, ¿cómo es posible, en nombre de lo más sagrado, que existan "antinolanistas"? ¿Cómo es posible que haya gente tan obtusa, tan irracional, tan maligna? ¿Quién tiene tiempo y ganas de odiar a Christopher Nolan? Yo me hacía estas preguntas sin dar crédito, a bruces contra la circunstancia de que, por lo visto, al director de Memento o se le odiaba o se le amaba, sin término medio. ¿O se le odiaba o se le amaba? La sangre me hervía y el corazón plañía enternecido, mientras leía los aspectos que más se le echaban en cara a Nolan y que podían, en un vago y renuente suponer, llegar a provocar que la gente le odiara. No dejaba de estar de acuerdo en muchos de ellos, pero de ahí a algo tan visceral como el odio hay un recorrido muy largo y penoso que hay que tener muchísimas ganas de efectuar, y de dejarse la sensatez por el camino. 
   Llegó la hora en que Interstellar llega a nuestras pantallas, y en la que los sucios y perrofláuticos haters habrán de ir en manada a verla, como todos los (espero) demás. Hay que ver lo que se critica, eso dicen, y en mi furor, pese a todo, no logro entender cómo podrá haber gente en el mundo a la que no le guste Interstellar. Por muy haters que se autoproclamen. Es algo que sencillamente se me escapa y que espero nunca alcanzar, mientras veinticuatro horas después de haberla visto sus imágenes perviven en mi impresionable memoria, sus diálogos acuden a mis labios como perlas de una sabiduría tan arrogante como cercana y pura, y el amigo Matthew McCounaghey me confía con su voz cascada que hasta la sobreexposición y el autobombo pueden ser derrotados por un talento genuino. Esto es Interstellar, amigos, y ésta es una crítica que no será tan grandilocuente y majestuosa como para hacerla justicia, pero que lo intentará. Y en la que, por supuesto, no tendrá cabida alguna hablar de Gravity.

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"-Esto va un caracol y derrap..." "-¿QUIERES CALLARTE DE UNA VEZ PUTO PSICÓPATA?"

   Uno de los peores pecados que hay es la falsa modestia, y ése es uno que ni los más estúpidos o talibanes podrán afearle a Christopher Nolan. ¿Por qué habría de ser modesto un hombre con semejante amplitud de miras, con un límite de talento tan tormentoso y esquivo? Atrás quedaron sus primeros y humildes (y aún así ya el adjetivo era excesivo) thrillers existencialistas, sustentados a la espera del dinero y el apoyo del público en un flujo de ideas inagotable y que haría presagiar, a los benditos que pudieran disfrutarlo recién su estreno, algo en verdad épico. Ya incluso en su cortometraje Doodlebug Nolan mostraba a las claras su intención de jugar con nosotros a su antojo, de llevarnos con insultante facilidad justo donde él quería para luego abofetearnos y hacernos sentir insignificantes ante su genio y figura. Como un sermoneador Aaron Sorkin antes de hacerse el hara-kiri mediático, como un Woody Allen previo a pedir la baja por huelga a la japonesa, como un Pedro Almodóvar reticente de momento al oropel y la gilipollez, la obra de Nolan era pura sugestión, imposible de examinarse con fría objetividad; simplemente, nos trascendía. La vertiginosa Memento, hacedora de jaquecas y metafísicas, constituiría el mejor ejemplo de esto, pero no habría que olvidar las tristemente fracasadas Following e Insomnia, aunque sólo fuera por humanizar al dios y hacerlo prematuramente falible a nuestros ojos.
   Ante el peligro de eternizarme más de lo que lo hará la obra nolaniana en el imaginario cinéfilo, corto en seco el repaso a una filmografía que no hay que repasar sino ver, saborear y felar, y tragando saliva me planto ante una de las obras capitales de nuestra era, ya que de El Caballero Oscuro está todo dicho (y no tan bien como quisiera), y Origen es la mejor película en lo que llevamos de siglo XXI, trilogías anillares aparte. Interstellar.

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Se os ha vuelto a poner dura, lo sé. Perfectamente lógico

   Interstellar es pretenciosa. Nolan ha creado su película bigger than life definitiva, valga la redundancia, y nos lo restriega por la cara a cada momento de su ineludible proyección, ya sea en base a una historia que, sencillamente, no podría prestarse más a la empresa; o a los diálogos que sus protagonistas declaman y hace mejores de lo que nunca seremos nosotros; o al sempiterno par de acordes de Hans Zimmer a más volumen de lo habitual. Interstellar quiere hablarnos de la humanidad como ente, totalidad y protagonista, así como quiere que reflexionemos sobre su naturaleza, lo que le hace ser como es, mientras se regodea en el equívoco envoltorio de blockbuster marca de la casa y nos intimida con los espléndidos efectos especiales y set pièces utilizados para tal fin. No obstante, es la inteligencia, como siempre, su arma más poderosa, acompañada en este caso de algo prácticamente inédito en su filmografía: la emotividad. De cuya ausencia, claro, siempre se hubieron de quejar los antinolanistas. Tomad dos tazas ahora, bastardos.
   Que la humanidad sea la protagonista no ha de coartarle a Nolan el ser más específico, y como siempre es más fácil ponerse en el lugar de Jessica Chastain que en el de los veinte mil tailandeses muertos en el maremoto de turno, en su clarividencia nos planta una relación paternofilial de sencillez y poderío abrumadores, con la que a menos que te hayan extirpado los sentimientos, empatizarás. Y sí, es Matthew McCounaghey el patriarca, arrastrando su voz de yonki, sus histrionismos y sus constantes tics de "Mirad joder que soy el mejor actor del universo y no os habíais dado cuenta hasta ahora", pero aún así, el hombre está realmente bien, y vas a llorar con lo que le sucede a este padre y a su hija. Vas a llorar mucho.

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"¿Por qué, Dios, por qué tienen que hacer una cuarta parte de Toy Story?"

   Otros componentes de la humanidad en los que Nolan se centra para extrapolar como un cosaco son Anne Hathaway, cuyo mayor logro es recitar el monólogo más cursi de la Historia del Cine y salir idemne (y tan guapa y encantadora como suele); Wes Bentley con la cara del tonto de la bolsa de American Beauty, que es de suponer que es la única que tiene; Michael Caine haciendo de Michael Caine con perilla; John Litgow tratando de no parecer Michael Caine; Jessica Chastain limitándose a hacer lo suyo, que es hacerse pasar por la mejor actriz posible durante unos cuantos minutos; Topher Grace en su enésima demostración de por qué nunca debió abandonar That 70` Show; Casey Affleck moviendo una ceja más que la que suele mover su hermano (sólo una más); y un sorprendente Matt Damon. Un reparto de altura, y bastante más equilibrado por cierto que el de Origen (pero quién necesita a más actores solventes teniendo a DiCaprio, ¿verdad?) o el de El Caballero Oscuro. La Leyenda Renace (esta vez nadie incurre en la vergüenza ajena al espicharla, haciéndose cargo de la solemnidad y mística del espectáculo). Un reparto que, de hecho, no es lo mejor de Interstellar.
   Y qué es lo mejor de Interstellar, cabría preguntarse en llegados a este punto, y mi yo de un segundo después de ver la peli prorrumpiría en un exuberante: "¡Todo!" Ese yo ha muerto, claro, en su lugar está la mente fría y analítica de siempre, pero más relajada que de costumbre, y supone que acaso la respuesta sería una confabulación prodigiosa entre guión y puesta en escena, por muy prolijamente maniquea que puediera parecer. El libreto de Christopher y Jonathan Nolan, los nuevos hermanos Lumièrvale, ya dejo de empinar el codo, acumula lo mejor de éstos, tanto en lo respectivo al ingenio como a la ingeniería, y articula una historia tan ambiciosa que se permite ser hasta didáctica; ¿os acordáis de que no tenía ni repajolera idea de lo que eran los agujeros de gusano?, pues dadme un folio y un boli y ya comprobaréis los recién acuñados conocimientos físicos de un servidor. Los Nolan ni siquiera se han permitido caer en uno de sus vicios más feos, que era la sobreexplicación, y todo presenta una artquitectura tan bien medida y calculada (al menos para uno de Letras), que se ofrece aún más arrebatadora cuando es transgredida en pos de una resolución tan catártica como hollywoodiense. Y esto de trasfondo a escenas que por méritos propios pasarán a la memoria cinéfila popular, tales como la persecución por el maizal (en la que Hans Zimmer ya nos grita al oído que no vamos a poder permanecer impasibles), la marcha de McCounaghey del hogar (con un uso del montaje fascinante), la secuencia de las olas y sus consecuencias inmediatas (en las que Nolan se saca el rabo con sendas lecciones de suspense y emotividad), todo lo que ocurre entre McCounaghey y Matt Damon, el modo en que la historia se resuelve (de un poderío visual casi obsceno), o el último plano en el que se resume todo el mensaje de la película.  

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¿Puede existir en el mundo algo más bello que esta imagen? Obviamente no

   Interstellar es algo grande, y lo es tanto que resulta poco menos que insolente ponerle pegas. La película, en efecto, alcanza la perfección gloriosa y sin paliativos, pero sólo es capaz de hacerlo cegando al espectador con fuegos de artificio, lágrimas y una potencia argumental inabarcable, que impiden ver el bosque y hacer otra cosa que emplazar al filme, sin muchas dudas, en el flamante Top 3 de Christopher Nolan (no creo que sea necesario aclarar cuáles son sus otros dos vértices). Llegamos a ser conscientes de lo atropellado del desencadenante, del capricho y efectismo con los que el dire narra dos acciones paralelas separadas por años y kilómetros (teoría de la relatividad, bitch), de lo espantosamente feos que son los diseños de los robots (hay robots, sí, provistos de un sentido del humor que, pese a todo, no le llegan a Hal 9000 al revestimiento de los cables), de lo absurdo de ciertas decisiones de los personajes, de la chufa de subtrama que le ha tocado a Topher Grace o, desde luego, del nulo envejecimiento de Michael Caine... pero nada de esto acaba por importarnos. En lo más mínimo. Es la magia de Christopher Nolan. Su truco final.
   En resumidas cuentas, y sin que quepa la más mínima duda, Interstellar es el 2001. Una odisea en el espacio de nuestra generación. Es un 2001 más simplón, más azucarado y más evidente pero que, por eso mismo, sabe dejarse de tonterías y llegar a lo esencial de un modo que mi querido Terrence Malick (que también se las dio de Kubrick en su momento) sólo llegó a acariciar. Es un 2001 para cuyo disfrute no hace falta ponerse hasta las trancas de ácido ni ser un gafapasta pionero, ni tampoco tender una distancia irónica que lo haga todo más soportable (como hizo un servidor jaleando a los monos to locos). Es un 2001 sin rastro de vanguardia, con aroma a Steven Spielberg, Michael Bay y George Lucas. Es un 2001 para toda la familia, uno del que sentirse orgulloso, porque un ser humano lo ha pergeñado, porque seres humanos lo han hecho posible y lo han compartido, revelándonos en su formidable tour de force parte de todo lo bueno que hay en nosotros, todo lo bueno que al final habrá de salvarnos. En este mundo y en los que vengan.
   Y no, obviamente no es el 2001 que nos merecemos. Qué va. Tan sólo es el que necesitamos.

domingo, 26 de octubre de 2014

Lo que no dormí en San Sebastián, Parte V. Magical Girl

Todas las películas venían precedidas, durante su proyección, de una breve cortinilla en la cual se nos recordaba el sitio al que nuestros cinéfilos huesos habían ido a parar. "62 Festival de San Sebastián/Donostia Zinemaldia", rezaban los rótulos, acompañados de una simplona melodía que no empujaba al tarareo ni al baile, pero que a fuerza de repetirse, como un éxito cualquiera de los 40, acababa alojándose sin permiso en tu subconsciente. Éste había aprendido, con el paso de los días y el compartimiento de buenas y malas experiencias, a hermanarse con el de los demás miembros del Jurado Joven, y como éramos Jóvenes antes que Jueces, hubo un momento que mágicamente decidió moverse al son de la simplona melodía cuarentona y dar alegres palmadas que le añadieran estridente percusión al invento. A partir de ese momento, se hizo lo mismo en todas y cada una de sus exhibiciones. Y, en efecto, nunca dejó de ser divertido.

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   Esta gloriosa celebración de la juventud y de una actitud del todo desenfadada ante los sinsabores de esa inigualable experiencia en la que todos estábamos inmersos deparaba momentos estúpidamente emotivos (salvo cuando en cierto momento su sentido se torció); exhumaba acaso una sensación de unión y solidaridad en franca oposición a los "otros" (los adultos, los periodistas, los críticos de renombre, los que, en definitiva, no estaban obligados ni a ver ni a dormir la mayoría de las películas de Nuevos Directores y Horizontes Latinos). Una sensación, ay, que luego era dinamitada a traición cuando el soplapollitas de turno levantaba la mano al final de un nuevo engendro de un Nuevo Director y soltaba un hipócrita "Enhorabuena", seguido de un aún más hipócrita "Me gustaría saber cuáles han sido sus influencias". Y lo decía totalmente en serio, y era entonces cuando la parte sensata del Jurado Joven, que alguna había, volvía a tener ganas de aplaudir, pero para matar la mosca cojonera en la que se había transfigurado su desvergonzado rostro.
   Como esto pasa hasta en las mejores familias, nada más salir de la sala todo quedaba olvidado junto a los nombres de aquéllos con quienes hace segundos coincidíamos enérgicos en lo jodidamente bueno que era Thomas Pynchon, porque así de sociables y curretes éramos. Cada mochuelo volvía a su olivo, recogíamos nuestro bocata de queso viscoso pero no sabroso, y reflexionábamos sobre qué película ir a ver a continuación para que el viaje nos acabara saliendo, pese a todo, rentable. Normalmente ésta era una perteneciente a la Sección Oficial o a las Perlas, y en función a ellas, y a lo cansados e irritables que hubiéramos quedado tras esa película danesa, planificábamos nuestro itinerario. Según llegábamos al sitio en cuestión nos encontrábamos con un número variable de otros Jueces Jóvenes esperando en la puerta y formando una cola alternativa a la gran cola que era la formada por los "otros" y por los adorables donostiarras de a pie que se habían pillado un bono para ver 10 películas elegidas a dedo (y éstos son los verdaderos héroes del Festival). Así las cosas, sólo podríamos ver la Perla o la Oficial si una vez pasada la gran cola quedaban sitios libres en la sala, ya que, más allá de poder hablar en persona con la directora de esa película danesa, muchos más privilegios no teníamos. 
   Si había suerte, como digo, este selecto grupo de seguidores de François Ozon (en el peor de los casos) acababa entrando y tomando un asiento ridículamente inapropiado mientras musitaba con una desesperación floreciente el mantra "Es gratis, es gratis". Dependiendo de cuántas veces se hubiera proyectado la película anteriormente, una voz nos informaba entonces de que a ese pase y no a otro había acudido el director, el productor o algún actor que otro, y este personaje se levantaba y todos aplaudían (incluidos nosotros, aunque no viéramos un carajo). Luego se sentaba (supongamos que se sentaba), las luces se apagaban, en la pantalla aparecía, sí, la cortinilla, y el Jurado Joven prorrumpía en aplausos de incalculable valor rítmico desde varios puntos de la sala. Porque, como dijera ese cagalindres llamado Kurt Cobain, When the lights out/ It`s less dangerous/ Here we are now/ Entertain us. Y tal.

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Con ustedes, el primer indiepollas de la historia

   En una de esas memorables ocasiones, en las que los "otros" se giraban, buscaban nuestros iconoclastas rostros, y una vez localizados nos sonreían con despectiva ironía, la parte sensata del Jurado Joven vio Magical Girl, obra que poco después sería galardonada con la Concha de Plata al Mejor Director para Carlos Vermut y la Concha de Oro a la Mejor Película. Y obra que días después, en lo que suponía un reconocimiento aún más valioso, sería identificada como "la gran revelación del cine español en lo que va de siglo" por Pedro Almodóvar, que otra cosa no, pero de revelaciones entiende un rato.
   Lo mejor que se puede decir de Magical Girl, al margen de las palabras del auteur manchego (que suscribo con vehemencia), es que nunca antes se había visto cosa igual en cine español, ni en ningún otro género. Ya desde la poderosísima primera escena, antecesora de los créditos, se podían oír entre el público risas nerviosas e incautos "Esto no podía haber empezado mejor", y esta sensación de maravilla se obstinó en prolongarse durante las algo más de dos horas que Magical Girl acabó durando. Una maravilla meditabunda, serena, extraída de una historia que se contenta con desarrollarse sin prisa alguna, mirándose el ombligo con suficiencia, y apañándoselas para ser hipnótica hasta en sus tramos más flojos y alicaídos. Para ello, Carlos Vermut se vale únicamente de movidas tales como las elipsis, los paralíticos planos secuencia, unos actores que no podían haber sido mejor escogidos o, por sobre todo lo demás, un guión que es prodigioso en todas y cada una de sus facetas.

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   El libreto, escrito por el mismo Carlos Vermut (otrora dibujante de cómics), se estructura en torno a tres historias que paulatinamente irán entretejiéndose con precisión e inesperada lógica, mientras el espectador disfruta sin saber muy bien cómo de los diálogos que cada una de ellas ofrece; diálogos largos e impecablemente recitados que hacen gala siempre de un humor tan extravagante como inclasificable, de ése que igual, como decía el insigne Carlos Boyero (que en el Festival me deseó suerte en mi particular odisea periodística y FELIZ), sólo puede llegar a hacer gracia a los modernillos. En cualquier caso, es digno de estudio cómo Carlos Vermut juguetea con la tragedia y este humor tan negro, surrealista y absurdo, y luego se las apaña para mezclarlo todo con un arrebatador costumbrismo español, de ése de bares mugrientos y anegados en colillas en los que siempre hay algún sombrío parroquiano que gruñe: "Puta crisis". Vermut, así como quien no quiere la cosa, crea uno de los retratos de la realidad hispana más certeros y cercanos que se hayan hecho nunca, y lo inserta en una trama puramente noir cuyo McGuffin es el vestido (carísimo) de una heroína de manga. Espero tímidamente que con mis palabras podaís percibir una mínima parte de la acojonante genialidad de todo.
   La obra de Carlos Vermut es revolucionaria, inquietante, fresca, necesaria, y un hallazgo cinematográfico sin parangón ni paliativo. Y lo seguiría siendo aun cuando los actores no hubiesen sabido estar a la altura, o al menos es algo que trato de concentrarme en pensar sin éxito, ya que la exiquisita y portentosa dicción de José Sacristán no me lo permite. Cada segundo en pantalla de este hombre de impresionante presencia, que podría y debería ser el abuelo de todos nosotros, es un milagro. Es Humphrey Bogart perdiendo un avión. Es Marlon Brando sudoroso en camiseta de tirantes. Es la oscura mirada de Al Pacino cruzando una pierna sobre su sillón. Es Robert DeNiro aporreando la pared de su celda. Es Leonardo DiCaprio soportando estólido un nuevo académico desplante. Es cine.

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Fap fap fap

   Por otro lado está Bárbara Lennie, haciendo de una loca del coño adorable de atractivo inexplicable (como el de la propia película) a quien le toca tirar del carro en el tramo de la historia menos agradecido con direrencia y salir muy bien parada del empeño, regalándole encima a la cultura pop una estampa tan sencilla y poderosa como es la de su rostro inexpresivo y ensangrentado enmarcado por el pepinazo La Niña de Fuego de Manolo Caracol. Luego tenemos a Luis Bermejo, interpretando con naturalidad y ternura al españolito gris de la función, y finalmente a la encantadora Lucía Pollán, la auténtica Magical Girl. Estos cuatro constituyen un plantel heterogéneo y sólido, fagocitados completamente por sus personajes, y garantizan dos horas y pico de fascinación en vena.

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"¡Su nivel de molaridad es impresionante!"

   Quienes me conozcan, o conozcan este blog (que viene a ser lo mismo), reaccionarán extrañados a lo altisonante de mis palabras, así como a la escasez de pegas inscrita en ellas. Y no, Magical Girl no es un 10, ni siquiera es la mejor película que vi en el Festival de San Sebastián (tal mérito lo ostenta otra que, tristemente, es posible que ni siquiera acabe teniendo su propio artículo), pero quiero que la veáis. Quiero que la vea todo el mundo. Lo quiero enérgica, furiosamente. Magical Girl es una obra capital que, por angélicos recovecos de la vida, hemos tenido la suerte de que haya resultado ser española, de que haya salido de la mente de uno de nosotros, un hombre de talento llamado Carlos Vermut al que a buen seguro le gustaría hacer cosas más grandes aún, si le dejamos. Ya ha dirigido dos cortos cojonudos (Don Pepe Popi y Maquetas) y uno, Michirones, que es mejor que veáis después de Magical Girl o de los otros dos, para que se lo podáis perdonar. Y todo eso por no hablar de Diamond Flash, su flamante debú con el largo, una absurdez tan brillante como tróspida que, vista en retrospectiva, no es más que el muy prometedor germen de Magical Girl, y que por eso mismo merece la pena. Carlos Vermut, amigos. Apuntad su nombre. Quedaos con su cara. Su barba. Seguro que un día os lo encontráis por Malasaña y le podéis invitar a unas cañitas.
   Y ahora es la Fiesta del Cine, y una cita inexcusable tanto para cualquier amante del celulítico elemento que se precie como para cualquier orgulloso patriota. No me seáis e id a verla en masa a alguno de los tres o cuatro cines de España en los que la proyectan. O eso o, para la próxima vez, animaos y sed Jurado Joven. Al final la cosa no estuvo tan mal.

jueves, 16 de octubre de 2014

Así se forja la Historia

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Un servidor, habiéndose plantado frente a esto tan caótico y terrorífico que es la Historia del Cine un poco, como quien dice, en sus postrimerías, cuando ya estaba consolidada, presta a acabar, poco dispuesta a sorprender, ha de examinar con precaución, y siempre tratando de no incurrir en el peor ridículo que es el de la desmemoria, la sucesión de realizadores contemporáneos a su existencia. Porque se puede declarar que nombres como Christopher Nolan, Paul Thomas Anderson, Quentin Tarantino, Lars von Trier, Danny Boyle, Wes Anderson, Carlos Vermut o el que hoy nos ocupa, David Fincher, están llamados a engrosar la problemática y esquiva lista de los mejores cineastas de la Historia del Cine, claro, quién me lo va a impedir pero, ¿qué sé yo realmente de esta Historia del Cine? ¿Acaso he estado viviéndola desde su inicio y tengo autoridad para saber a quién se le permite ingresar en ella? ¿Pude por ventura y satisfacción proclamar en su momento que Orson Welles, Billy Wilder, Alfred Hitchcock, Francis Ford Coppola, Woody Allen, San Martin Scorsese de Todos los Santos, Steven Spielberg, y me dejo muchísimos, lo iban a petar fino? ¿Hasta ahí llegó mi clarividencia? Creo no sorprender a nadie si admito que no. Uno sólo lee la Historia sentado plácidamente sobre una butaca alejada de la acción, cómoda, y carente de todo riesgo, y sólo una vez que dicha Historia ya se ha desarrollado lo suficiente como para que personajes más legos que tú o más masificados te la interpreten, te la mastiquen y te la regurgiten, y al final te permitas a ti mismo pensar, ni que sea durante unos abrasivos segundos, que eres igual de sabio y cultivado que ellos. O que tu opinión vale para algo.
   La cuestión es, ¿habrá historiadores y estudiosos que dentro de cincuenta años recomienden las películas de David Fincher como el éxito crítico y más o menos popular las recomiendan hoy? ¿Seremos, en efecto, tan afortunados de haber compartido años de vida con un genio totalmente nuevo y, valga la redundancia, genuino, y de haber tenido el placer de esperar y de permitirnos ser decepcionados con sus sucesivos trabajos? Yo casi me atrevería a asegurar que sí, que somos afortunados de convivir con la plenitud artística de David Fincher, y que puede que dentro de bastantes años la gente nos envidie de la misma forma que nosotros envidiamos a aquellos seráficos sujetos que al salir de ver Aquí un amigo, noche del estreno, pudieron decir: "Joder, pues ésta como que le ha salido muy floja a Wilder, ¿eh? Más floja tirando a puta mierda".

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He visto películas de Esteso y Pajares mejores que ésta

   David Fincher estrena película y todo el planeta Tierra y buena parte del Sistema Solar debería estar festejándolo, dejando todo lo que tuviera entre manos (abiertamente irrelevante en comparación, qué duda cabe), para correr a la sala más cercana y ser ufano testigo de cómo pasito a pasito la Historia del Cine sigue fraguándose. Perdida, se titula el nuevo proyecto, y es la adaptación de un célebre best-seller cuyo elenco encabeza Ben Affleck. ¿Hay que alarmarse? En absoluto. David Fincher es David Fincher es David Fincher, y si no la cagó teniéndolo todo en contra cuando rodó Los hombres que no amaban a las mujeres (película a reivindicar aunque sólo sea por sus epiquísimos créditos iniciales), no la va a cagar ahora. Lo sé yo, lo sabes tú y lo sabe Ben Affleck, que de actuar no tendrá ni puta idea pero listo lo es un rato, y no ha dejado de demostrarlo de un tiempo a esta parte.

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"Busco mi talento interpretativo. ¿Alguien lo ha visto? Pagaré"

   Perdida es, en principio, un thiller policíaco y, como es costumbre en el señor Fincher, uno magistralmente dirigido que sabe sacarle todo el jugo a la obra literaria de la que parte (sólo es un suponer, algo que será remediado en cuando adquiera la susodicha novela y la devore en cuestión de, presumiblemente, un par de horas). El toque Fincher, que es el más elegante y menos estridente de los toques, se deja notar como sin darse importancia a lo largo de dos adrenalíticas horas y media en las que no hay espacio para el aburrimiento, ni tampoco para algo parecido a la calidez humana. Es oscurísimo, es deprimente, es asfixiante, una atmósfera malsana lo envuelve todo y uno, por más que mira y se rasca la cabeza, tampoco alcanza a deducir qué es lo que exactamente hace Fincher para ser Fincher. No hay movimientos de cámara vertiginosos, tampoco arrogantes planos secuencia, ni tan siquiera una irónica banda sonora que inyecte algo de siempre bienvenida posmodernidad (sólo se deja oír un ajustadísimo Don`t fear the Reaper). Todo es correcto, académico e, inexplicablemente, hipnótico. Y dentro de su cuadriculada mesura, elevándose por encima de una música memorable compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross sin la cual nada sería posible, late un corazón negro y frío que nos arroja de repente, como quien arroja un hueso sin reparar en sus cualidades nutricionales ni en el valor que seres más indignos podrían encontrarle, una secuencia para la posteridad. Dos seres entre las tinieblas de una habitación. Iluminación barroca. Cama de matrimonio. Neil Patrick Harris y Rosamund Pike. Música opresora. Volumen que aumenta. Y así, niños, es como por fin vuestro tío Barney entró a formar parte de la Historia del Cine.

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"... y poco después presentó los Oscars y todo pues muy bien, muy en orden, cómo iba a ser de otro modo"
 
   Hablemos de actores, y desentrañemos el auténtico misterio: cómo puede haber realizado Ben Affleck una interpretación que no sea horrenda. Y la respuesta es sencilla, por qué va a ser, pues gracias al jodido Fincher, gracias a un inconmensurable acierto de casting. Ben Affleck es inexpresivo, antipático, infantiloide, torpe, nunca puedes llegar a saber a ciencia cierta si trata de ocultar un retorcido mundo interior o si simplemente le faltan un par de veranos, o de hostias, que le espabilen. Y es perfecto para el papel de Nick Dunn, niquelado para que la trama de Perdida se presente aún más inquietante y ambigua. El tipo logra firmar así el mejor papel, sin discusión alguna, de una carrera que hace tiempo debió dejar por imposible para dedicarse por entero a la dirección y ganar muchos más Globos de Oro. Porque escenas tan bien resueltas como el colosal e inapropiadísimo momento en el que exhibe su sonrisa de botarate (con la que llegué a tener pesadillas horas después), o su entrevista en televisión, o los momentos finales, no las podría lograr ningún otro hombre que no fuera Ben Affleck. O bueno, casi ningún otro hombre. Ryan Gosling a lo mejor, pero solo cuando además (co)escriba un guión como el de El Indomable Will Hunting dejaré de pensar que es una acelga.

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"¿Y qué? Soy mucho más guapo que tú y que todos los habitantes de tu municipio juntos? Juaaaas"

   Rosamund Pike fue chica Bond años ha en la peli Bond más loca y absurda de la que se tiene memoria, la gloriosa Muere otro día, y probablemente sólo la conozcáis de eso. Tanto mejor, porque su tremebunda interpretación de la Asombrosa Amy os impactará todavía más, disfrutando y padeciendo a partes iguales con uno de los papeles femeninos más complejos y difíciles jamás escritos. Y estaría muy feo no hablar de Carrie Coon como la hermana melliza de Ben Affleck, papel que defiende con suicida contundencia en contraposición al discreto y agradable oficio que transmiten Neil Patrick Harris y Tyler Perry, este último francamente divertido en su papel de abogado buenrollista.
   Con dichas virtudes, Perdida lo tendría todo para triunfar, y de hecho es lo que hace, pero si a Hitchcock le llovieron collejas en su día con tal de que no se relajara, sería de oportunistas miopes no hacer lo propio con Fincher, aun cuando el único problema de la peli reside en la especial naturaleza de su guión. Un libreto, por cierto, que Fincher no ha hecho otra cosa que respetar y que, aunque precipita la película muy sobradamente al 9, no permite que pase de ahí. Perdida es una obra, y espero estar hablando tanto de la película como de la novela, hecha tanto para impactar como para suscitar la reflexión con las fuerzas que resten una vez se haya pasado por el aro. Al contrario que ocurría con su anterior film, Los hombres que no amaban a las mujeres (novela que sí he leído y de la cual he abominado), que no era más que una intriga detectivesca al uso (sí, con bastante misoginia, pero muy light y obvia), Perdida tiene ínfulas de relato social, y si bien es esta parte, la filosófica, la panfletaria, la que se queda en nuestra cabeza, es muy probable que para siempre, aboca al desarrollo de la trama a una descompensación bastante reseñable. Una por la cual acaba resultando que Perdida es hasta tres películas diferentes, ensambladas por dos giros diabólicos y enfermizos que elevan la pesadilla y la desazón hasta niveles estratosféricos. Y, por muy buenas y hasta siniestramente divertidas que sean estas tres películas, el resultado global es como raruno, sobre todo por el rastro de pistas falsas y cosas tiradas de los pelos que se percibe entre golpe de efecto y golpe de efecto.

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Imágenes como ésta deberían estar enmarcadas en algún tipo de museo donde todo el mundo se pudiera masturbar (metafísicamente, claro) en amor y descompañía


   Así las cosas, Perdida funciona más como comedia negra (negrísima) que como thriller. Como thriller, digo, es bastante defectuoso, habida la cuenta de que justifica su visionado en base a una gran reflexión final en lugar de un último y gran giro que le dé la vuelta a todo, que es lo que yo por cierto esperé hasta que, como un disparo a bocajarro, irrumpieron los silentes créditos. Dicha reflexión final es, podéis estar seguros, estremecedora, demoledora, acojonante en una palabra, y ese último plano sólo permite que te lleves las manos a la cabeza, con lágrimas de equívoco origen en las mejillas, y musites "Este cabrón lo ha vuelto a hacer". Pero, ay, no es una buena forma de clausurar el majestuoso thriller que todos anunciaban, el thriller que yo esperaba, sobre todo porque no supone más que un perverso punto y final prolongado durante media hora.
   Que se adscribe ni más ni menos, ojo, a lo que Fincher y Gillian Flynn (autora de la novela y el libreto) pretendían, que no era otra cosa que maltratar al espectador sin limitarse únicamente a los vertiginosos e imposibles giros de siempre. Perdida es más Zodiac que Los hombres que amaban a las mujeres, más Seven que El club de la lucha, más, gracias a Dios, La red social que El extraño caso de Benjamin Button. Así que hay que verla, que a fin de cuentas es de David Fincher y es lo que toca.
   Recomendable para todo aquel con mínima preocupación por querer llegar a viejo habiendo visto las grandes obras maestras de su tiempo. Y hacedlo por vuestros nietos también, venga, que a lo mejor os salen cinéfilos y en vez de escribir chufiblogs pueden matar el gusanillo hablando con vosotros. Todos saldríamos ganando.