miércoles, 30 de enero de 2013

Las tribulaciones de Daniel Day-Lincoln

A riesgo de resultar poco transgresor en el comienzo de este artículo (un riesgo que no me preocupa, ya que, bueno, soy yo), os revelaré que considero a Steven Spielberg como el mejor cuentacuentos que ha dado nuestro siglo. Un hombre dotado de un don perceptible a simple vista, que sabe encandilar a cualquier tipo de público con el mismo par de triquiñuelas de siempre, y conseguir en este mismo esfuerzo que ese tipo de público cualquiera se trague cosas que nunca imaginó que pudiera tragar. Es un seductor, un mago, un artista, y todo a pesar de que sus películas ganan dinero y gustan a la gente. También tiene, por ello, su punto de transgresión.
   Esta habilidad para narrar se ha manifestado a lo largo y ancho de su prolífica filmografía. Empezó con aquella delirante persecución de una hora y media de El diablo sobre ruedas (una gozada que no pervierte la sensación de estar viendo un telefilme de Antena 3 en todo momento), luego siguió con Tiburón (en mi modesta opinión quenoloesenabsoluto, la película mejor dirigida de la Historia del Cine), el glorioso díptico de los extraterrestres amigables, la trilogía de Indiana Jones (ésa que nunca se prolongó con una cuarta parte, porque qué necesidad había de traumatizar a millones de fans inocentes), Hook (una maravilla dentro de los límites de su intrascendencia), Parque Jurásico (nueva obra maestra, que tampoco tuvo secuela alguna), Salvar al soldado Ryan (la segunda película mejor dirigida de la Historia del Cine), o, qué diantre, Tintín. 

Esta foto me hace mucha gracia

   Ojo, que únicamente he referido las que yo considero obras maestras absolutas del Séptimo Arte. El amigo Spielberg también ha perpetrado truños como puños, pero tan bien contados que no llegaron a molestar nunca, al menos hasta que a George Lucas se le ocurrió que era buena idea meter extraterrestres en cierta película que nunca llegó a estrenarse. Porque es profesional, muy profesional, que diría Manuel Manquiña, y cualquier película suya es, por eso mismo, un acontecimiento mediático. Jo, es que hasta ganó como veinticinco Oscars por esa cosilla mediocre y alargada hasta la extenuación llamada La lista de Schindler. Y a partir de ahora, tras haberme granjeado el odio de miles de sensibilidades destrozadas con esta última aseveración, me centraré en la última peli de Spielberg, que va por el camino de conseguir una cantidad análoga de premios. 
   Lincoln. De primeras ya impacta el título, ¿eh? Sobre todo por el hecho de que es como el biopic número 80 (manejo cifras reales) que llega a nuestras pantallas en algo menos de dos años, y del que dicen "el actor protagonista hace aquí la mejor interpretación de su carrera". Luego en nada se nos planta Hitchcock, sobre lo apasionante, presumo, que debió ser el rodaje de Psicosis, o jOBs (no sé si se escribe así, pero en cualquier caso es una capullez), donde nos volveremos a reír de los intentos de Ashton Kutcher por interpretar a alguien medianamente inteligente. 
   Pero el caso es que el enésimo biopic con opción a Oscar viene firmado por Steven Spielberg y protagonizado por Daniel Day-Lewis, el mejor actor de su generación, y el que está más pirado. Su preparación para los papeles roza la esquizofrenia, suele rodar no más de un filme cada dos años, y da un miedo que te cagas. Y, sorpresa sorpresa, en Lincoln, donde hace de Lincoln, está insuperable. 

"Hola, me llamo Daniel Day-Lewis y puedo hacer de ti mejor que tú mismo"

   Lo curioso es que, aunque se trate en principio de un biopic (que no creo que lo sea en absoluto), no es Day-Lewis el único que brilla. Viene amparado por el mejor reparto posible, por el que se dejan caer Tommy Lee Jones (que está soberbio, y reclamando un Oscar con cada torva mirada que lanza), Sally Field (la madre de Forrest Gump y la segunda tía May), David Strathairn (uno de esos actores secundarios que debería ser premiado por sólo respirar), el tipo que hace de Arnold Rothstein en Boardwalk Empire, e incluso el espabilado Joseph Gordon-Levitt (aunque su personaje sea el más desaprovechado). Un casting que ya quisiera, qué sé yo, Movie 43.
   Contamos con el mejor director posible y con el mejor reparto posible, pero, ¿qué sería de las expectativas sin un buen guión? Y mi respuesta es que algo muy distinto a Lincoln. El libreto, firmado por un tal Tony Kushner (no tengo ni idea de quién es, sólo que es un genio), retrata los últimos años de presidencia del señor Lincoln, centrado casi con exclusividad en sus esfuerzos por que la Decimotercera Enmienda saliera adelante. La dichosa Enmienda es, de hecho, la que más atención recibe por parte de todos, y si la película se llamara Enmienda 13: Demócratas contra Republicanos, sólo se quejarían los productores (porque nadie más la vería; a ver quién tendría huevos con un título de ese cariz). Con esta chorrada quiero decir que Lincoln es más un drama político que una espléndida biografía que retrate sus comienzos como abogado o aquella etapa tonta en la que le dio por cazar vampiros. Y, como drama político que es, resulta denso, sólo se permite descansar sobre los cimientos de un diálogo incesante y sublime (me recordó bastante a La red social), y corre el peligro de aburrir.

Soy Abraham. Me gusta rapear. Y, si una buena cerveza queréis degustar, no tenéis más remedio que probar una Duff

   Pero por suerte, ahí está Spielberg, y su colega John Williams (en la que puede constituir su mejor partitura desde Atrápame si puedes) para impedirlo. Lincoln dura como dos horas y media, y aunque no entiendas un carajo de lo que pasa (porque la peli no es nada proclive a contextos históricos), vas a verla hasta el final o, más bien, la verás hasta el final si has aguantado la primera hora sin pensar que tienes mejores cosas que hacer. Un aspecto de inevitable perjuicio es que la primera hora de Lincoln no puede ser más farragosa y difícil de seguir (en cuanto me hacía una vaga idea de lo que era la Emancipación esa de la que hablaban todos aparecía Tommy Lee Jones, y no sabía si era malo, o bueno, o Django desencadenado, maquillado y con una horrenda peluca). Al menos esto es subsanado con creces gracias a la fuerza que va cogiendo el relato sobre el final, cuando incluso aparecen atisbos de emoción y los genuinos toques spielbergianos. La discusión de Lincoln con su mujer (prodigiosa Sally Field), la sesión del Congreso en el la que se vota finalmente la Enmienda de marras (filmada con nervio y elegancia), el regreso de Tommy Lee Jones a casa con la transcripción de ésta bajo el brazo (la escena más conmovedora de la película), o la escena en la que Lincoln camina por un pasillo con una iluminación muy de Spielberg poco después de decir las que serán sus últimas palabras (y no, esto no cuenta como spoiler). Bueno, y ya que estoy, y porque no todo va a ser bueno, no me convenció el modo en que se visualiza el asesinato del señor presidente, ni tampoco lo del velatorio, ni la última escena. Quedó como muy soso pero, por otro lado, muy acorde al tono general de la obra.
   En conclusión, Lincoln es una película perfecta, en el sentido más académico del término. La dirección es tan buena como Spielberg acostumbra, el guión una obra de relojería suiza, la banda sonora de excepción, el reparto insuperable... Y ya está. Todo muy bonito, muy correcto, muy de manual. No produce más placer que el que da observar un trabajo bien hecho, no más sentimiento que tenue satisfacción en el rostro, no más recuerdo que cuando vi, por ejemplo, The Artist. Y no veáis lo molón y profético y paradigmático que quedará esto último en caso de que Lincoln se lleve la mayoría de los veinticinco premios a los que opta. Porque, ya que estoy, echo la quiniela. 

martes, 22 de enero de 2013

Psicoanálisis de un dependiente de videoclub

Precediendo el estreno y exhibición de lo nuevo de Quentin Tarantino los fans más interesados (que son muchos, afortunadamente) encontraron un par de vídeos polémicos que, quizá, aumentaron aún más sus ganas de ver la nueva burrada que el genio de Knoxville, Tenessee, había perpetrado. En uno salía Jamie Foxx, el susodicho Django al que el título hace referencia, hablando como un negro del GTA San Andreas, el cual tenía su gracia, porque, entre otras cosas, se metía con DiCaprio. El otro es más significativo a la hora de presentar la crítica, o pedante psicoanálisis, que pretendo realizar, y consistía en una divertidísima entrevista en la cual el propio Tarantino perdía los nervios cuando un periodista le preguntaba por la violencia en sus películas. Una cuestión que le llevaban planteando sin parar, como bien señaló el director, desde hace ya unos veinte años. "No soy tu mono, no tengo porqué contestar a tus preguntas". Carcajada terrorífica. "Pregúntale a Jamie Foxx". Muchos gestos y muecas. El periodista insistía, como era su deber, y el director iba enfureciéndose cada vez más, configurando una gran escena digna de figurar como prólogo (aunque no tuviera nada que ver, a él se la suele sudar estas cosas) de alguna de sus geniales películas o, más bien, pastiches cinematográficos.

"¡Que sí, que Star Trek es mil veces mejor que Star Wars, maldito motherfucker!"

   ¿Tuvo razón Tarantino al enfadarse, o quedó como un capullo? Pues, con toda la admiración que le tengo, y habiéndome reído un buen rato con sus ocurrencias, lo cierto es que sí, que quedó como un capullo. No en tanto a demostrar que estaba harto de la preguntita, sino a la impresión que dio. "Ya dije en su día lo que la violencia significaba para mí, y mi opinión no ha variado". Una forma como cualquier otra de decir "Yo ya mostré todo el potencial de mi cine en su día, y desde entonces no ha variado nada". Un significado oculto que sólo acabé por desentrañar cuando fui a ver, por fin, Django desencadenado.
   Al final de su película precedente, Malditos bastardos, el genial personaje interpretado por Brad Pitt aseveraba mirando a cámara que "ésta podría ser mi obra maestra", revelando obviamente el pensamiento de propio director, con el cual estoy de acuerdísimo. Y, así como Malditos bastardos es una grandísima película, Django desencadenado lo es también, pero arrastrando tantos fallos graves que la acaban hundiendo y poniendo delante, únicamente, de Death Proof dentro de la trayectoria tarantinesca. Lo cual, teniendo en cuenta que Death Proof es una soberana mierda que me duele incluir en el currículum de mi estimado director, no es demasiado meritorio.
   Y me da mucha rabia. Tarantino no parece haber hecho más que westerns desde que salió del videoclub,  westerns cojonudos y emocionantes, y ahora que se hace cargo de uno con todas las de la ley (bueno, que él llama southern, lo que quiera), me viene con esto. Una película de casi tres horas alargada hasta la saciedad, y algunos dirán en esto que Pulp Fiction o Malditos bastardos tenían una duración parecida. A esto simplemente argüiré que estas dos obras no se sostenían únicamente por cuatro personajes protagonistas, ni por una trama tan simplona y lineal. En éstas la estructura componía su propio y complejo entramado, con capítulos y demás, y no se limitaba a las simples aventuras de un par de personajes. Lo cual no estaría mal si no se tiraran cabalgando por ahí UNA HORA Y MEDIA antes de que apareciese el malo.

 

   El guión de Django desencadenado es de lo peor que ha escrito Quentin Tarantino. Punto. Y no es que sea malo, pues, como digo, lo ha escrito Quentin Tarantino. Pero es un caos. Un maldito caos hinchado y sobrecargado con multitud de escenas que no dicen absolutamente nada (diantre, Malditos bastardos tiene como el cuádruple de escenas menos), y que, sobre todo al principio, no hacen más que retrasar el auténtico meollo de la acción. Porque sí, son muy divertidas las primeras aventuras de Django y su amiguete alemán, como cuando la lían en el pueblo al que van a tomarse una cerveza, o se meten en la plantación con Django disfrazado de fantoche o, sobre todo, cuando aparece el Ku Klux Klan, en la que puede constituir la escena más claramente cómica que Tarantino ha escrito en su vida. Son unos momentos entretenidos, muy bien musicados (el director sigue siendo un especialista en introducir épica donde no la hay), y en los que saboreas con gusto la grandiosa interpretación de Christoph Waltz, que sí, que hace el mismo papel que en Malditos bastardos pero del lado de los buenos, pero qué papel, y qué modo de defenderlo. Este hombre es la elegancia personificada, y si se volviera a llevar un Oscar por su actuación no me quejaría lo más mínimo. Se lo merece todo. 
   A lo que iba. Así porque sí, Tarantino mete en esto un interludio en las montañas que no hace más que postergar el momento en el que los nuevos amigos deciden ir al encuentro de Leonardo DiCaprio, y que no aporta absolutamente NADA. Django perfecciona su entrenamiento para ser un pistolero letal y un gran cazarrecompensas, el doctor Schultz (Waltz) sigue hablando que da gusto oírle, y mucha nieve y la sempiterna sangre. Pequeños atisbos de impaciencia. 
   Hasta que, por fin, llegan a Candyland, la plantación donde se encuentra la novia perdida de Django y, por un momento, y paradójicamente, creo encontrarme ante la película más "adulta" de l`enfant terrible (desde que vi Amor no he vuelto a ser el mismo) de Hollywood. Creo ver compromiso social, intención de denunciar el racismo y la esclavitud, y una violencia impactante y nada caricaturesca (la terrible escena entre los esclavos, o la no menos terrible en la que la mujer de Django es castigada por haber vuelto a intentar escapar de la plantación). La mirada de Christoph Waltz, progresivamente más traumatizada e indignada, me da presumiblemente la razón. En resumen, parece que Tarantino se ha empeñado por fin en hacer algo trascendente, algo moral, con su cine, más allá de gloriosos entretenimientos. Pero todo se acaba yendo a la mierda. 

Amor eterno y monógamo por este hombre

   Y es que Django desencadenado es el exceso hecho película. Es la muestra de un genio que ya es consciente de que lo es, y de que muchos creen que lo es, y que se limita a firmar un trabajo con el que se lo pase lo mejor posible. Él, no el destinatario de dicho trabajo. Con sus referencias a películas que únicamente ha visto él, y esas cosicas tan suyas (el cameo del primer Django cinematográfico es una chorrada que sólo justifica el tráiler). Así, sólo porque le da la gana, porque es Tarantino y puede hacer lo que le salga de las pelotas, mete un personaje misterioso que acapara un par de planos porque sí, introduce larguísimas transiciones a cámara lenta y con la música a todo volumen porque sí, hace un cameo (un cameo horrible) porque sí, pergeña escenas oníricas absurdas y horriblemente resueltas (siempre con la petarda de la Kerry Washington de por medio) porque sí, y en ese plan durante 165 minutos. Este culmen de la autocomplacencia se produce al final, cuando tras un engañoso clímax nos mete veinte minutos más de película absolutamente infumables, pero con mucha gracia (es lo que tiene al menos Django desencadenado, que te vas a reír bastantes veces). Un caballo que baila, la novieta de Django dando palmaditas como una adolescente mongólica (una imagen de pura y dura vergüenza ajena), y muchas explosiones y fantasmadas. Algo totalmente anticlimático y que le da cien patadas, según mi asignatura de Guión Audiovisual (yujuu, sí, tengo una asignatura que se llama de ese modo, cuando sea mayor no tendré por qué caer en la prostitución), al modo más elemental, efectivo y, qué caray, humano, de narrar una historia. 
   Lo cierto es que Tarantino se ha pasado de la raya. Ha demostrado que no sólo se la suda evolucionar (ya lo demostró en la entrevista de la que hablábamos antes), sino que se lo tiene tan creído que cualquier cosa le vale, y, lo peor, que piensa que los fans nunca le van a pedir nada más. Amparado en este conocimiento, ni siquiera se ha molestado en escribir unos diálogos grandiosos que sean recordados, memorizados y recitados por el público, tan sólo un par de monólogos y frases que, eso sí, siguen siendo grandiosos. Ni siquiera ha dirigido unas escenas de acción espléndidas, pues en el tiroteo del (casi) final hay demasiada cámara lenta y demasiada sangre falsa para que te lo tomes en serio. Sí ha sabido, y en esto no cambia, dirigir a un reparto espléndido, no sólo limitado al estilo de Christoph Waltz, sino también al carisma masculino y animal que transmite Jamie Foxx (en un papel que progresivamente va mejorando), a la repugnancia del personaje de Samuel L. Jackson (el personaje más chungo con diferencia, un negro racista), y, en especial, al extraordinario talento de Leonardo DiCaprio, que compone uno de los mejores villanos de los últimos tiempos (ver cuando se entera de las verdaderas intenciones de sus invitados, o el monólogo que posteriormente se marca en torno a la ciencia de la frenología). Bueno, y luego está Kerry Washington, que tiene el personaje más patético, desdibujado y misógino que imaginarse pueda (de hecho, la película es machista de cojones).

Estos tipos no están contemplando una obra maestra
   
   El caso. Django desencadenado fue la caña. Es la caña. La vería otra vez, y otra, y otra, y otra. Porque mola un montón, un pegote, pero ésa es su única virtud. Por lo demás, está vacía. No dice nada. A decir verdad, ninguno de los anteriores trabajos de Tarantino lo hacen, pero esta tendencia, que al menos antes era solventada con un genio inigualable para escribir y rodar, ha acabado deviniendo en una película que, siento en el alma decirlo, es bastante tontorrona, y en la que molesta que, por unos momentos, Tarantino parezca tener algo que contar. Aparte de lo mismo de siempre, que es nada.
   Sólo me queda suplicarle al genio de Knoxville, Tenessee, desde aquí, que seguro que me lee, que se replantee el cambiar. De algún modo. No que dé un vuelco tremendo a su carrera, pero sí que deje de quedar para irse de cañas con Robert Rodriguez (qué mala influencia es siempre el gilipollín del sombrero de vaquero) y que considere el volver a la masturbación física, dejando de lado la fílmica. Porque hasta ahora es probable que la gente le siga adorando por cualquier cosa que haga (a mí me pasa), pero llegará un momento en que esto deje de ser divertido, y nos cansemos de sus tonterías. Sólo es un aviso de alguien sinceramente preocupado por él, y de un admirador suyo que conoce su genio y lo respeta. 
   Entretanto, corred a ver Django desencadenado. No os arrepentiréis. Tarantino, dentro de un par de años, quizá sí que llegue a arrepentirse de considerarla parte de su carrera, cuando por fin sea el gran cineasta que está destinado a ser, tras haber dado un par de tumbos en el camino, y tras habérselo pasado dabuten. Aunque bueno, ya que dice que igual se retira pronto, si no cambia tampoco va a pasar nada. Quiero decir, ES EL JODIDO QUENTIN TARANTINO. Que le quiten lo bailao.

viernes, 18 de enero de 2013

Michael Haneke, o la madre que lo parió

Hace bastante tiempo ya vi una película que me conmovió bastante. De un modo podríamos decir positivo, pero tampoco mucho, pues acabé llorando como una magdalena en el final (soy un tipo sensible) y no es que éste fuera particularmente alegre, al contrario. La película en cuestión se llamaba Dejad paso al mañana, y fue dirigida en 1937 por Leo McCarey, cocinero de la grandiosa Sopa de ganso de los Hermanos Marx. La cosa iba de dos viejecitos adorables que se veían arruinados y deshauciados, y que habían de pedir ayuda a sus hijos. Éstos, no tan capullos como podría parecer, sólo se podían encargar individualmente de alguno de los dos progenitores, por lo que los dos viejecitos adorables debían de separarse tras haber pasado la mayor parte de su vida juntos. Y bueno, eso es un maldito dramón. En la última escena, la de la estación de tren, cuando ya te habías encariñado rabiosamente con los dos viejecitos adorables, es que ya no podías más, hundido sin remisión en la amargura y el llanto. Una delicia de película. 
   Con el último trabajo de Michael Haneke y la nueva pesadilla hipster de la temporada, me esperaba una suerte de revisión, a la europea (esto es, mucho más chunga y pedante), de esta peliculita de la que parece todo el mundo se ha olvidado. Con mucho plano fijo y mucho silencio, pero básicamente un Dejad paso al mañana 2.0. Pasaba por alto que era Michael Haneke quien, con su mirada torva y envidiable salud capilar, se sentaba en la silla del director. Garantía de que no ibas a esbozar una maldita sonrisa en toda la proyección, y de que al final de ella acabarías por suicidarte de un modo iracundamente poético y transgresor, o por ver La que se avecina. Una de dos.

No sé vosotros, pero a mí este hombre me da miedo. Mucho miedo

   Hablamos del tiparraco que dirigió Funny Games, esa película ideal para ver en familia y con un cartón lleno a rebosar de palomitas de colores, que nos hizo suspirar de admiración por vez primera al observar el peinado de Michael Pitt. Hablamos de un tipo de ésos tan europeos que lo ven todo negro, negrísimo, y que disfruta haciendo partícipe al espectador de esta pesimista visión. Haciéndole sufrir, agarrándole el corazón, arrancándoselo, arrojándolo al suelo y pisándolo con saña mientras éste lo contempla, pronto a morir o a desearlo para acabar, finalmente, con el dolor. Y encima la nueva película del amiguete responde al título de Amor. Es que es pa matarlo.
   La nueva pareja de viejecitos no es adorable en absoluto. Son dos ancianos melómanos que viven en un piso enorme y que dicen cosas como "Oh, maravillosa ejecución de las semicorcheas" al salir de un concierto, mientras caminan muy despacio y muy seguros de sí mismos. Partiendo de esta situación, resulta más doloroso si cabe todo lo que viene después, desencadenado con una escena magistral (hay muchas cosas magistrales en esta nueva tortura fílmica de Haneke), en la que la mujer, interpretada por una Emmanuelle Rivas simplemente inmensa, se queda en blanco durante unos minutos, y el marido, un Jean-Louis Trintignant que no le anda a la zaga a su compañera, intenta lograr que reaccione. De ésta se extrae, por cierto, la imagen del cartel de la película.


   A partir de ahí Haneke, cuyo nombre rima con majete, se marca un auténtico tour de force (qué francés y vanguardista me está quedando el articulico, ¿eh?) por ver la cantidad de sufrimiento que puede llegar a experimentar el espectador antes de salir echando leches de la sala, aunque fuera a la mitad de la peli, que es lo que tenía que haber hecho yo. La cámara, gélidamente tranquila, lo absorbe todo, sin filtro alguno, presentándonos la lenta muerte de la pobre Anne a través de planos larguísimos y agónicos, sin apenas música que los embellezca. El metraje de Amor estará constituido como por unos veinte planos, poco más, inmejorablemente encuadrados (eso hay que reconocérselo al director, gafas de pasta aparte), gustándome especialmente el inicial, que presenta la platea de un teatro, entre cuyo público debemos localizar a los dos viejecitos protagonistas. Un plano que dura como unos quince minutos, así a ojo.
   Está claro que Amor no resultaría tan dolorosa si hubiera sido dirigida de cualquier otro modo, o si no hubiera contado con unas interpretaciones del calibre que se aprecia aquí (¿por qué diantre no está nominado Jean-Lous Trintignant al Oscar?). Todo rezuma credibilidad, y de esa credibilidad emana esa angustia en la que Haneke, aunque parezca mentira, no se regodea lo más mínimo. No hay un solo giro efectista, ni una escena especialmente ideada para provocar las lágrimas (éstas son prácticamente constantes a partir de la segunda hora), tampoco un diálogo ejemplar que resuma lo que nos quiere transmitir el director. Sólo hay dolor, nada más. Un dolor que hace que te encojas en tu asiento, que tiembles, que apartes la vista en escenas como aquélla en la que la enfermera baña a Anne mientras ésta sólo balbucea "Duele, duele", o aquella otra en la que su marido le intenta dar de comer y beber ante sus mudas negativas. O, acabáramos, esa otra, sublime, en la que ella muere (sí, muere, y esto no es spoiler, es sólo una putada).


   En resumidas cuentas, ¿me ha gustado Amor? Pues poco importa verdaderamente, ya que gustar, lo que se dice gustar, no creo que le vaya a gustar a nadie. Me ha impactado, mucho, y me ha conmovido en el sentido más bestia y extremo. Tanto que ni siquiera me apetece burlarme de ciertos vestigios apestosos de cine de arte y ensayo que restan entre tanta miseria y sufrimiento, meadas fuera del tiesto que Haneke, y toda la caterva de cineastas europeos y transgresores que viene detrás, son proclives a cometer, para gustarse aún más así mismos. Bueno, sólo mencionar la escena de la caza de la paloma, sobre el final. Respecto a ésta, Haneke dijo que no significaba nada para él, pero que sí podía significar algo para el personaje de Georges o para el propio espectador. Ahí lo llevas.
   Aún así, que esta última y simpática gilipollez no os engañe. Amor es una gran película. Pero ni se os ocurra verla. En serio.

jueves, 3 de enero de 2013

Valjean, Fantine y los perroflautas



No le pido mucho a los musicales. En ese sentido soy bastante impresionable, y el solo hecho de ver a una gran multitud bailando al son de una canción pegadiza y grandilocuente es suficiente para mi disfrute y humedad vaginal. Diantre, si hasta El otro lado de la cama y secuela, que pueden suponer fácilmente los musicales más cutres de todos los tiempos (y no sólo porque Willy Toledo haga como que canta, y gruña cosas como "uuuuh, qué dolor sucio y traidor"), me parecieron bastante buenas, gracias a la música. Al final, es lo que más importa en películas de este tipo, que la música sea buena y emocionante, y mientras que no haya intérpretes que la destrocen, te lo puedes pasar muy bien, te puedes estremecer de gozo y emoción, te puedes bajar luego la banda sonora, apréndertela de memoria y luego cantarla mejor que Willy Toledo. Vale. El pie de foto innecesario y ya paro. O no.
   Siendo tan poco exigente en estas cuitas me esperaba grandes cosas de Los Miserables, algo así como el mejor musical de la Historia del Cine o, al menos, el más ambicioso. No había disfrutado de la obra en el escenario, tan sólo leí el libro hace mucho tiempo y casi ni me acordaba, pero, oh, dios mío, un buen día vi un tráiler majestuoso, una obra de arte en sí misma, que hizo nacer en mí una tremenda necesidad, que ahora, finalmente, he consumado. Breve insistencia en lo bueno que es este tráiler, si me lo permitís. Es que luego te viene un tipejo como Garci, aquel tráiler del Madrid Days de los cojones con el que supongo que los gringos y no tan gringos se partirán la caja en los festivales, y te indignas. La tragedia de ser español y eso. Y nos preguntamos: ¿por qué no podemos hacer cosas tan buenas como las de fuera? Por gente como Garci y, sí, Willy Toledo. Porque somos gilipollas.

"¿A que si me pongo así a contraluz soy clavado al Ché Guevara?"

   Pero bueno, que se me está yendo la olla. A la hora de forjarme mis expectativas, una sola cosa me tenía mosca, sólo una. El director era un tipo llamado Tom Hooper, que había conseguido el Oscar hace un par de años como burro que hace sonar la flauta por una película correcta, sin más, llamada El discurso del rey, donde lo mejor, precisamente, no era la realización, en beneficio de los actores (jo, qué bueno es Geoffrey Rush). La galardonada realización no me pareció galardonable en absoluto, rezumando una artesanía y un velado oficio de telefilme. Plano contraplano, ni cámara al hombro ni nada, que eso es muy de Dogma, lecciones elementales de Comunicación Audiovisual (o eso espero), y vamos a quitarle los premios a películas mucho mejores que la nuestra.
   Así que adelanto que lo peor de Los Miserables (pero no lo único) es la dirección de Tom Hooper. Un proyecto de esta envergadura necesitaba de un mayor dinamismo, de más tomas panorámicas que lucieran los muchos cuartos invertidos, de una mínima claridad en las escenas de acción, pardiez. Está bien el recurso de los primeros planos por la fuerza emocional que pueden llegar a transmitir, pero en una batalla a mosquetazos, donde a centenares de revolucionarios les dan la del pulpo, a uno le gustaría ver algo más que la cara de palo de Marius Pontmercy, que es un petardo.
   Sin embargo, Tom Hooper es muy listo. Todavía no se acaba de creer que tenga un Oscar a Mejor Dirección, y quizá por eso ha sabido rodearse de uno de los mejores repartos que he visto en mucho, mucho tiempo. Para disimular, el tuno. Si no tienes ni la menor idea de dónde colocar la cámara, pues le haces un primer plano fijo a Hugh Jackman mientras canta y apañado. Nadie se te va a quejar.
   Casi todos los actores del plantel de Los Miserables están perfectos o, más que eso, están monstruosos. No ya por el hecho de que todos canten estupendamente (Russell Crowe a lo mejor no, pero a nadie le importa), sino por el esfuerzo que le ponen. Hay que reconocerle a Tom Hooper el acierto, primeros planos aparte, de grabar las canciones en directo, porque de no ser así dudo que encontráramos momentos tan logrados como el I dreamed a dream de Anne Hathaway. La interpretación de esta actriz, quien por mucho que luciera palmito en la última de Batman nunca llegué a tomarme en serio, merece todos los premios y elogios habidos y por haber. Cinco minutos de plano fijo, sólo su rostro en pantalla (bueno, y los subtítulos de los que acabarás un poquillo hasta los bemoles), y ella cantando desgarradoramente, y emocionándonos a todos hasta extremos dolorosos. Estremecedor. 

Aguanta el plano ahí, aguanta

   No desmerece, empero, al resto del reparto. Hugh Jackman hace gala de su sempiterno carisma y de una gran capacidad para esto de dar el cante; Amanda Seyfried hace unos falsetes sobrenaturales y logra hacernos olvidar por unos cuantos minutos que su personaje es una cagarruta andante (su relación con Eddie Redmayne, el ya mencionado Marius, es una bazofia artificial que no mejoran ni las inmejorables canciones); Sacha Baron Cohen y su esposa Helena Bonham-Carter exhiben una gran vis cómica y nos regalan uno de los mejores momentos con Master of the house; todos los rebeldes también están estupendos, destacando a Gavroche (jo, Do you hear the people sing? debería ser el himno de algún país, de Andorra, por ejemplo); y, acabo con una de las sorpresas, Samantha Banks, como Éponine. Puede que el personaje no sea gran cosa, y que su final sea demasiado predecible y de nula emotividad, pero el On my own que se marca, toda una bellísima oda al pagafantismo, realmente hace saltar las lágrimas, quedándose ligeramente por debajo del ya mencionado I dreamed a dream, pero muy ligeramente.
   Los Miserables no sería la gran película que es sin su reparto y, bueno, esto es obvio, sin su grandiosa música. Sin estas dos cosillas, la cosa quedaría en un pastiche larguísimo, cansino, y con un argumento muy flojo. La película, por cierto, carece de diálogos, se tiran el 98% del tiempo cantando, y en el resto sueltan un par de frases huecas que se podrían haber ahorrado doblar, porque chirrían que no veas. Nuevo ejemplo de que la mayor baza de la película es su música, pero, amigo Hooper, no te puedes poner en sus manos con tanta desesperación para ocultar momentos que, se siente, están muy mal resueltos (las muertes de, SPOI-wait for it-Gavroche y Éponine-LER; el confuso asalto de los Thénardier a la casa de Valjean; o, sobre todo, un tramo final alargado en exceso con el que ya estás deseando largarte del cine para hablar en tono normal y esas cosas). Y, aún así, se las arregla para que todo el mundo salga de la sala contento gracias a poner Do you hear the people sing? otra vez, y sólo yo frunza el ceño, hable entre dientes y le dé vueltas a ciertas cagadas.

Los Oscars son los nuevos Grammy

   ¿Es Los Miserables una gran película? Rotundamente sí. ¿Podría haber sido mucho mejor? También. Es una sensación finalmente agridulce, pero que no impedirá que la vea más veces, y acabe memorizando At the end of the dayI dreamed a dream, One day more, On my own, Master of the house, A heart full of love o, maldita sea, Do you hear the people sing? Larga vida a los musicales, amigos míos, tanto a los malos como los buenos.  
   Pero para la próxima vez, queridos productores hollywoodienses, ¿por qué no coger a algún director algo más preparado? Qué sé yo. David Fincher, por ejemplo.