miércoles, 27 de junio de 2012

Hay ocasiones en las que un Comunicador Audiovisual tiene que hacer lo que tiene que hacer

Escribo estas líneas cuando aún resuenan en la calle los pitidos de los coches y los gritos enfervorecidos de multitud de españoles a los que hoy les han dado una gran alegría. Y no porque la crisis haya acabado, y el futuro de los jóvenes por fin se revele prometedor y lleno de oportunidades, tampoco porque sus padres hayan vuelto del paro con un nuevo trabajo y algún que otro atisbo de futura sostenibilidad. Ni siquiera porque hayamos tocado el ansiado fondo. Es que, compañeros, patriotas, españoles, estamos en la final de la Eurocopa. Olé nuestros cojones. Que les vamos a ganar a Alemania y todo, y se van a cagar la pata abajo. A ver si le bajamos los humos a la Merkel. 
   Sin entrar a hablar de política o fúrbol, pues lo que sé de tales temas se reduce a discernir que en lo que una nos jode, el otro cumple con su deber social embelleciendo dicha sodomización, parece que ahora están de moda las series. El suplemento dominical de "El País" así lo atestigua, y su página web ha organizado una "Guerra de Series" para averiguar cuál es la mejor serie televisiva de la historia. Muy Rolling todo, pero sin listas estúpidas ni demasiadas cagadas (aunque que no incluyan ni Scrubs ni Boardwalk Empire en la tómbola supone una afrenta digna de ser castigada con la silla eléctrica, o con la visión continuada de todos los partidos de la Eurocopa en su defecto). Resuenan con fuerza los títulos de Los Soprano (de la cual no he podido pasar de la primera temporada), de Juego de Tronos (obvio), de Los Simpson (aún más obvio, aunque adolezca de unos episodios cada vez más cancerígenos), o de Frasier (cuyo doblador siempre me ha encantado). Y, por supuesto, The Wire. La mejor serie de la historia según la crítica especializada. En la presente entrada, aunque haya empezado con el tocino, voy a proceder con velocidad al estudio de si esta serie es para tanto, o qué pasa, porque, tomad aire y no alabéis aún mi ingente conocimiento cultural, la he visto.


   The Wire viene a significar algo así como La Escucha (seguro que todos os lo habéis preguntado alguna vez a lo largo de vuestra existencia), y hace referencia al método que utilizan los policías para intentar pillar a los distintos componentes del crimen organizado de Baltimore. Es un título algo engañoso, puesto que la serie no se centra únicamente en esa clásica batalla entre los buenos y los malos, sino que abarca con decisión y oficio todo el cosmos de la ciudad de Baltimore. Pero todo, ¿eh? No es que sea una maniobra publicitaria. Los astilleros, los periodistas, los políticos, las escuelas, la iglesia, el deporte... A lo largo de sus cinco temporadas construye un universo propio que no nos es, para nada, ajeno, porque en todos y cada uno de esos campos hay corrupción, el mal campa a sus anchas, y unos pocos hombres buenos tratan de hacerle frente. Para tan ambiciosa meta, obviamente, se necesitan muchísimos personajes, desde el alcalde hasta el yonki del barrio. Y es aquí cuando The Wire resulta ser "demasiado" compleja.
   Veamos. Puedo entender que puedas considerar esta serie como el culmen de lo audiovisual en tanto a lo bien ensamblado que está todo este cosmos, pero me va a costar un poco más que sea "lo mejor que hayas visto nunca". The Wire es incomodísima de ver en un principio, como es lógico, cuando ya en el primer capítulo te tienes que aprender el nombre de ochenta personajes. Y todos, para más inri, con su diferente personalidad, status social, y su relevancia particular para la historia. 
   Así las cosas, ¿podríamos designar un protagonista que nos guíe en medio de este caos urbanístico? Pongamos que Jimmy McNulty, interpretado por Dominic West (que creo que salía en 300, no recuerdo si enseñando abdominal o arrimándosela a alguno). Éste es uno de los policías de Baltimore, un tipo buenísimo en su trabajo pero todo un tocapelotas, alcohólico, mujeriego e impulsivo. El típico antihéroe, el mejor guía que Baltimore nos pudiera ofrecer. Pero coge y va y se tira prácticamente toda la cuarta temporada sin asomar la jeta. Y mucha gente, entre la que me incluyo, asevera que esa temporada es la mejor de todas. Igual no nos vale. ¿Podría ser Lester Freamont, interpretado por un actor clavado a Morgan Freeman? Éste es algo así como el típico mentor, el clásico Qui-Gon-Jinn, el policía más inteligente y sabio, cuya presencia a lo largo de la serie es siempre constante. Pero va a ser que no. ¿Omar Little?

"Sí, yo también estoy hasta los huevos de la Eurocopa"

   Si bien nadie se atrevería a definir su protagonismo como absoluto, este Robin Hood moderno es obviamente el alma de The Wire. Lo interpreta Michael K. Williams (quien participa actualmente en Boardwalk Empire) y supone asimismo el personaje más cinematográfico y atractivo. Raza negra, asesino despiadado pero de estricto código de honor, homosexual, elegante en su extraña manera, es el único de todo el elenco que no dice tacos. Omar Little supone el mayor atractivo de la serie, y suyos son los mejores momentos de ésta, tales como el diálogo antológico que se marca con un abogado, la discusión con el detective Bunk Moreland (otro gran personaje), su duelo al más puro estilo de western con el Hermano Mouzone (de lejos, el carácter más increíble y ridículo), su fantamagórico salto por el balcón huyendo de sus enemigos...
   Tratándose de la HBO, es normal que nos encontremos con personajes así de sobresalientes. La cuestión es si la serie es entretenida, si engancha o qué. Hablando por experiencia propia, a mí me costó lo mío llegar a ese punto que dices "Oh, dios, tengo que ver el siguiente capítulo ya mismo", y más o menos hasta la tercera temporada sólo la veía un poco por hacer honor al hecho de estudiar Comunicación Audiovisual. Es justo entre ésta y la siguiente (porque la quinta, aunque sea un broche digno, es bastante floja en su conjunto, para qué nos vamos a engañar), cuando se perfila como merecedora del título de "Mejor Serie de Todos los Tiempos". Simplemente porque adviertes la grandeza del guión (que, eso sí, es una maravilla sin cinismos que valgan), y lo currado y bien hecho que está todo. Porque, qué diantre, The Wire está muy bien dirigida, muy bien actuada y muy bien construida. Es una obra capital en ese sentido, como lo serían El acorazado Potemkin o Lawrence de Arabia, sí, esas películas de las que reconoces automáticamente lo buenas que son (no en el caso de Lawrence de Arabia, que pocas veces he visto truño de similares proporciones), pero que jamás se te ocurriría meter en tu lista de favoritas.


   Es por ello que, puestos a sacar algo malo de ella, además de lo farragosa que es y la pereza que produce durante los primeros capítulos, es que en muchas ocasiones peca de fría, de "demasiado realista". Y quizá sea algo bueno, oye, porque aquí no te vas a encontrar sentimentalismos baratos ni escenas lacrimógenas, ni aunque haya niñitos de por medio (que vaya niños más chungos, por cierto). Aquí te vas a encontrar las cosas como son. A un personaje que se ha tirado vivo cuatro temporadas le matan en la quinta de un tiro en la cabeza, y no pasa nada. No va a sonar una banda sonora eficazmente escogida para la ocasión ni irrumpirá una cámara lenta improvisada. Ha muerto y ya está. Ni siquiera algún otro personaje va a llorar por ello, ni a decir pasados unos días "A Mike le hubiera gustado verte hoy, con ese vestido".
   La serie es consciente de ser así. Su creador, David Simon, dijo bien claro en una ocasión: "Que se joda el espectador medio". No hay concesiones que valgan, no hay historias románticas (ni una), y es mejor que no te encariñes con ningún personaje, porque todos pueden morir en cualquier momento del susodicho disparo en la cabeza (bueno, te permito que ames a Bubbles, el pequeño yonki de buen corazón que las pasa canutas durante los sesenta episodios). Y de este modo, en esta lúcida inquietud, en esta certeza de estar viendo una obra maestra totalmente inaccesible para ti, transcurre The Wire, y se encamina a un final que no es ni feliz ni triste. Es sólo un final. 
   Así que, en resumen, sí que es para tanto. Pero me gusta más Juego de Tronos.

lunes, 18 de junio de 2012

El Chuck Norris del surrealismo

La señora conejo se decidió a entrar finalmente en aquel restaurante de strip-tease, sumiéndose en un ataúd abisal que no lo era tanto, y vislumbrando una pequeña luz de color azul palo allí, al final del cinturón de asteroides enmohecidos. Acabaré por descubrirlo, pronunció despacio, en su esperanto patrio, y algo tembló dentro de los erectos pilotes de aquella playa de Albacete capital. Frente a él, un hombre de peinado mastodóntico y emotivo hacía la declaración de la renta sobre una mesa de nata batida, y en sus manos nervudas esgrimía un lápiz con un borrador en el extremo derecho, un borrador con forma de falo brasileño. El caos reina, bramó entonces el zorro silvestre para entonces, sólo entonces, caer en la cuenta de que ésa no era su película, no era su director, no era su alcachofa. Y acto seguido, justo antes de que el fascista The End de Bollywood se precipitara sobre sus cabezas cual lluvia de perdices glaseadas, apareció la nibelunga Laura Dern en pelotas, pero en unas pelotas límpidas y elegantes, milenaristas, espigadas, Nivea. Y todo fue paz, al mismo tiempo que la señora conejo se decidiera a entrar finalmente en aquel restaurante de strip-tease y pronunciara en su esperanto patrio: Acabaré por descubrirlo.

La verdad es que esto de la escritura automática tiene su punto. Y una vez vomitado todo este torrente pseudo-pseudo-literario que algún pobre incauto habrá tenido que ingerir crudo y sin posibilidad de consultar la traducción por Internet, porque ni tengo fans ni soy canadiense, tendré que admitir que comprendo a David Lynch. Y, como nos han enseñado los Rolling Stones y la LOGSE, de la empatía a la simpatía sólo hay un paso. 
   Hay mucha gente que odia a nuestro homenajeado de hoy (en principio éste iba a ser Bruce Springsteen, pero, bah, demasiado mainstream), y eso también es perfectamente comprensible. Yo mismo, aunque sólo me quede ser capaz de engullir un alfil de color rojo aderezado con sal y serrín para poder pertenecer al club de fans oficial, también le he odiado un par de veces a lo largo de mi relación con él. Es un amante rebelde, testarudo, y que casi nunca te pone las cosas fáciles. Y menos mal, porque cuando te las pone, dirige algo como Una historia verdadera, y entonces deseas hacerle tragar ese alfil a él.


   David Lynch empezó fuerte en esto que todo el mundo llama cine pero que él denomina, según su página web, como shaUDHQDH. Su debut fue Eraserhead, una pequeña película tan cutre y tan horrible que llega a ser maravillosa, en la que podemos percibir de entrada la semilla del mal, dentro de una historia inexistente (algo así como un hombre que deja preñada a su novia y que, como resultado, se ha de hacer cargo del bebé más feo que jamás parió madre u ornitorrinco) y envuelta en un ambiente pesadillesco. Y qué queréis que os diga, tiene su mérito lograr tanta inquietud con los cuatro duros que ese año se ahorró en porros. Un notable.
   Y en esto dirigió El hombre elefante, para muchos lo mejor de toda su carrera. Yo disentiré con cautela, admitiendo que está impecablemente rodada y actuada, destacando a Anthony Hopkins simplemente porque es Anthony Hopkins, y a John Hurt en un personaje entrañable y mítico donde los haya. Llega a emocionar en su sentido más clásico y hollywoodiense, y quizás por eso yo la considere con cierta indiferencia. Es que fue de las últimas que vi, y ya no veía tanta coherencia ni tanta normalidad con buenos ojos. Como le pasa a los polacos.
   Sigamos con la filmografía seleccionada (también conocida como las cosas que he visto suyas), y parémonos en Terciopelo azul, considerada por Woody Allen como la mejor película del año de su estreno, 1986. El director judío cuenta con todo mi respeto y admiración pero hay veces, sobre todo cuando hay chicas menores de edad pertenecientes a su familia de por medio, que se columpia. De acuerdo con que tiene uno de los mejores inicios de la Historia del Cine (con los simpáticos bomberos, la manguera y las cucarachas) y que la atmósfera como siempre es todo un prodigio de habilidad y desequilibrio mental, pero los protagonistas (Laura Dern, que también aparece en Inland Empire, y un tío flacucho cuyo nombre no me apetece buscar en FilmAffinity) son unos sosos de cuidado, la trama me resulta menos inquietante de lo que debería, y Dennis Hopper no da ni miedo, ni la hora, ni nada. Bastante decepcionante, pero, claro, se trata de una apreciación totalmente subjetiva y sin documentar. Porque tú no te puedes documentar con David Lynch. David Lynch te documenta a ti.

Sólo ella podía ser su musa

   Y en esto que veo Carretera perdida y me parece una obra maestra. Bill Pullman gana a Keanu Reeves en lo que a parálisis facial se refiere, y Patricia Arquette sólo se sabe aprovechar del suspense previo al momento en que enseñe las tetas, pero qué gozada todo lo demás (incluyendo las tetas de Patricia Arquette). Tenemos aquí el precedente más claro a Mullholland Drive, el culmen de su carrera, con un argumento típico de cine negro que evoluciona, o involuciona, o sufre una metempsicosis que te cagas, hacia unos caminos insospechados. Inquietante, malsana, Marilyn Manson en la banda sonora, terrorífica por momentos y, por supuesto, inexplicable. Lo mejor, sin duda, es el final, de un efectismo hueco que te llega a hacer pensar que has entendido algo, para luego descubrir que no.
   Consultando FilmAffinity descubro que la siguiente película de la lista es Una historia verdadera, más apropiadamente conocida en inglés como A straight story (¿nunca me he metido con los traductores españoles?, pues lo cierto es que apestan). Sorprendentemente, es de las mejor valoradas de este inefable personaje, y eso que no podría ser más aburrida. El argumento, infiero que basado en una historia real, se centra en un abuelete que un buen día decide atravesar EEUU montado en una máquina cortacésped para ir a visitar a su hermano, con el que no se habla desde hace diez años. Y ésa es toda la historia, por lo que supongo que os he hecho un spoiler de cojones. Mejor que no la veáis y apañados. 
   Ajajá, y llegamos a Mullholland Drive. En mi opinión, su mejor película, sin importar que, por supuesto, no entienda nada. Vemos aquí todo el universo lynchiano en su momento de máximo esplendor y suficiencia, consiguiendo, realmente, que nos sintamos inmersos en un sueño largo, maravilloso e impredecible (y creo que eso no es otra cosa que la mayor ambición del amiguete). Cada escena es una pequeña joya invitándonos al disfrute individual o deshilvanado (como la aparición del monstruo en el callejón, las tarantinianas cagadas del asesino a sueldo o toda la ida de olla final), y cada diálogo un delicioso WTF. Por todo ello se trata de una película que ha de ser vista sin ambición de entendimiento, que, simplemente, ha de ser vista y disfrutada, y punto. Luego, si ya quieres disertar sobre ella y ponerte a escribir ensayos y libros, pues el arte es así, puedes hacerlo.


   Por último, y autorreverenciando la hondura de mis redaños y la incipiente necesidad de que alguien me pegue una colleja, proclamaré a los cuatro vientos que he visto Inland Empire. La única, la inigualable. Y os juro que hablaría de ella si fuera capaz, si lograra poner en orden mis pensamientos y discernir si me ha gustado o no. Pero no puedo. Aún no. Me ha aburrido y me ha fascinado, y a veces me he cagado. De miedo. Pero no soy capaz de decir nada más sobre ella. Si os vale, podéis releer el extracto en cursiva al comienzo de este artículo que a mí me gusta llamar reportaje; en él hallaréis una crítica tan buena como cualquier otra de Inland Empire. 
   Como párrafo de conclusión, no voy a tener más remedio que afirmar que David Lynch es uno de los mejores directores de la historia. Objetivamente. Y eso sin hacer referencia ni a guiones, ni a actores, ni a versatilidad (aunque creo que, entre elefantes y soporíferas road-movies, tampoco va mal surtido de ésta). Hay que tener una gran cantidad de talento y de poca vergüenza para hacer lo que hace este tío, para despertar tal fascinación y para encauzar con tanta habilidad todos sus traumas, paranoias y perversiones. Quien diga que todo esto es una imbecilidad, no obstante, tiene más razón que un santo. Y quien diga que soy un imbécil, también.
   Pero no lo puedo evitar. Aunque no me drogue, me gusta David Lynch. Y me gusta también que los toros se pongan la minifalda, pero sólo en octubre. 

domingo, 10 de junio de 2012

Porque estas ansias de vivir no caben en un solo post

¿Qué es lo que ha de obligarme a ser en todo momento tan sarcástico, tan desencantado a la par que encantador, y tan dolorosamente objetivo? Pues nada, en realidad, y aunque algo como la pretensión de dedicarme en un futuro al periodismo (sí, ya, pero no antes de sacarme el título oficial de dillei) lo hiciera, no creo que sea algo que, a lo largo del desarrollo de este indómito e irritante blog, haya conseguido nunca. Sucede que con ciertas cosas uno nunca puede ser objetivo, o no le conviene. A mí me pasa con los libros de Harry Potter, las películas de Jim Carrey, los chistes de Karlos Arguiñano, y con Amaral. Sí, este conjunto artístico proveniente de Zaragoza formado por una diosa llamada Eva Amaral (reveladora la carga bíblica del nombre) y por un guitarrista que, esto es simple aritmética, no existe. Y una lástima, porque los gorritos que luce son la envidia off the record de Slash.


   Esforcémonos en hablar fríamente del tema, harto difícil puesto que estuve recientemente en un concierto suyo, en Toledo, y aún siento cierta humedad en las bragas. Eva Amaral y su compañero Juan Aguirre (sí, tiene nombre propio, y mis fuentes aseguran que voz también) llevan ya una larga carrera a sus espaldas, y una carrera por cierto envidiable dentro del siniestro panorama español, donde si sales en Los 40 Principales la crítica especializada te hace automáticamente la cruz, y si sales en Radio 3 ya directamente pareces gilipollas. Esto es, que los seguidores del grupo se cuentan por hectáreas, y el conocimiento de sus letras es asignatura común en los nuevos institutos progres (o eso, al menos, en Teruel). Lleguemos al punto crítico: ¿tanta fama y fidelidad es merecida? Pues qué diantre, claro que sí. Eva Amaral (vamos con las objetividades positivas) tiene la mejor voz que ha parido España en mucho tiempo, que no le hace falta ni micro para ponerle los pelos de punta hasta el más escéptico del público y, qué bien sienta poder decir a continuación, doy fe de ello. Además, como compositores saben hacer unas melodías no por pegadizas y/o pegajosas menos bellas y elaboradas, y Juan es un guitarrista muy competente, complemento perfecto a la voz de Eva. Ambos han ido amasando un repertorio espectacular en estos años, desde las melodías más pijas y tontorronas (¿Qué será? o Salta) hasta himnos épicos que de ser de ascendencia gringa serían coreados por estadios enteros (Revolución, Kamikaze o Hacia lo salvaje).
   Valga a continuación la objetividad negativa, las letras pecan de algo cursis. Siempre lo he dicho, les falta más mala leche, y que sus versos consigan ser auténticamente genuinos, mordedores, sin tanta retórica emoerótica ni tanto "sin ti no soy nada". Y porque aún no he hablado de los videoclips extraídos de su último disco (ése que es tan rockero y tal), porque ahí sí que conseguiría hacer llorar al pobre Juan. ¿Por qué pusieron a chinos chapurreando Hoy es el principio del final, en nombre de Odín? ¿Por qué para Hacia lo salvaje se dejaron la cámara tirada en el campo y tiraron palante? ¿Y por qué me aburre tanto Cuando suba la marea? Menos mal que sí que les quedan canciones absolutamente estremecedoras, como Salir corriendo o Como un martillo en la pared, entre otras. Y menos mal que es el grupo español que mejor suena en directo. Todo, sin disfrazarse ni ponerse tanga fardón, como hacen el legendario Santi Balmes y su caterva de lesbianos. 
   Fue un concierto, no me complicaré la vida en buscar el adjetivo, legendario. Una culminación de todos los años que llevo escuchando a Amaral y reparando soñador en cómo me gustaría tirarme platónicamente a la cantante. Y por fin pude verlos saltar al escenario con gran energía y vigor a la diosa, al guitarrista mudito y los otros tíos que nadie conoce, con el bajo saltarín de Hacia lo salvaje como ideal comienzo, y tocando el último disco enterito como era lógico, tanto por el nombre de la gira como por la obligación de lucir en la pantallaza todos esos dibujitos de animales. Así, Hoy es el principio del final fue apoteósica (o eso me pareció, es mi favorita de éste), Van como locos quedó como nunca gracias al apoyo vocal del público, y Robin Hood, maravilla acústica de todos los tiempos, volvió a denotar que le faltan más minutos para acabar de ser perfecta.


   Quizá porque este álbum que, como dicen por ahí, no tiene estribillos tan poderosos ni eficaces como los trabajos anteriores, lo cierto es que los mejores momentos los cosecharon canciones ya antiguas. Moriría por vos sigue siendo una joya enturbiada únicamente por la mención repetida a Nicolas Cage (espero que llegue el momento en que le acaben por zumbar los oídos), Las puertas del infierno es un hit rockero en toda regla, y No sé qué hacer con mi vida sigue despertando sentimientos encontrados (qué frase más rolling me ha salido). Pero, sin ninguna duda, la cumbre del espectáculo la supuso, hecho sorprendente, En sólo un segundo. Ocho minutos de esta canción oscura y poderosísima que antaño ocupara el último puesto de Estrella de mar y sonara cuando ya uno se había cansado un poco de tanta sucesión de singles y no prestaba demasiada atención. Y eso, acojonante. La voz de Eva sonó como nunca, estremecedora, indescriptible, mientras manipulaba un teclado súper extraño con el que me entretuve durante un ratillo preguntándome por su funcionamiento. Esta actuación valió todos y cada uno de los euros que pagué por la entrada.
   Pero previo al fin, no podría dejar de mencionar Revolución, no tanto por la euforia intrínseca del tema como por la sorpresa que nos dio al introducir en ella un fragmento adaptado al español de Heroes, del inefable David Bowie. Les quedó genial, a falta de otros adjetivos halagadores (creo que los he agotado todos). Nueva prueba de algo que siempre se le ha reconocido a Amaral, las grandísimas influencias que atesora en su imaginario, en cuanto al folk y al Marquee moon ese que tanto dio de qué hablar. 
   En resumidas cuentas, un gran grupo del que tenemos la suerte (nosotros, no ellos) que sea español, y que demuestra casi por automatismo lo enriquecedora que sigue siendo la experiencia de un buen concierto en directo, con unos buenos músicos y una voz inconmensurable. Y sé lo que me digo; tres días antes estuve en un concierto de Los 40 Principales. Gratis, no os preocupéis. De hecho, escribí sobre el tema, en este otro blog que os recomiendo y del que hago descarada publicidad un poco porque me sale de los cojones: http://palabrejasdeabejas.blogspot.com.es/ 

domingo, 3 de junio de 2012

Afilad las guadañas

El hecho de dárselas de cinéfilo, en ocasiones muy señaladas, viene a ser algo parecido a ocupar el segundo o tercer puesto dentro del ciempiés humano: tarde o temprano, alguna mierda te vas a comer. Con vistas a ampliar ese bendito conocimiento tuyo, y a poder soltar en la siguiente conversación erudita un satisfecho "Ah, ésa la he visto", acabarás por encontrarte frente a películas nefastas y casi tan pagadas de sí mismas como lo estás tú. Por regla general.
   Y no es que sea algo malo que las sufras, pues, ¿qué gracia hay en que nadie discrepe? ¿Qué placer en sentir multitud de ojos indignados sobre ti seguidamente a aseverar "Vaya coñazo 2001"? Es otro tipo de sentimiento borreguil con el que todos hemos de toparnos alguna vez, y lidiar con ello como se pueda. Porque, qué diantre, si no te gusta ni Deseando amar ni Lost in translation, no mereces recibir el calificativo de cinéfilo, ni aspirar a distinguirte siquiera un poquitín de la insultante mayoría. Qué le vamos a hacer.


   Primero vi, y sin ánimo de descuartizarla, yo todo ilusionado, las películas asiáticas me encantan, os lo aseguro, Deseando amar. En principio no pintaba mal, una fotografía y ambientación estupendas (ojo al comentario gafapasta), y una actriz protagonista muy, muy guapa. A los cinco minutos suena una música que todo el mundo conoce, no sé el título pero sé que salía en un anuncio, y te frotas las manos, sí, esto promete. Diez minutos después la música vuelve a sonar. Sí, esto promete. Pasa un cuarto de hora y aún estás en la etapa del "sí, esto promete". Ves que han pasado cuarenta y cinco minutos, y vuelve a sonar la musiquilla, y ya frunces el ceño. Ya la has liado. Compañero, te han vuelto a hacer la bergmaniada (término acuñado expresamente por mí y por mi petulancia insurrecta). Sobre todo te preguntas qué carajo ha pasado en ese periodo de tiempo porque, sorprendentemente, no se te ocurre nada. Ves a los dos personajes hablar, bajar a comprar fideos y caminar a cámara lenta al ritmo de ese leitmotiv que, cosa extraña, vuelve a sonar. Pero todo sin que pase nada, ni siquiera te has aprendido sus nombres (Wang, o Chung, o Chang, algo así). Y justo suena ese temilla musical que antes te agradaba por vigésimo-tercera vez, y es cuando te cabreas. Pierdes el hilo de la trama, si tal cosa existiera, y tu mente se dispersa buscando paz........... Anda, un bolero, "Quizás, quizás, quizás"........... Mmm, suena otra vez... "...quizás".............. THE END en caracteres chinos. ¿Qué coño acabo de ver?
   Por si mi personal dramatización del visionado de Deseando amar no ha aclarado todas las dudas con respecto a si es un mojón o un mega mojón, añadiré que es una de las películas más vacías, irritantes y aburridas que he visto en mucho tiempo. De éstas que progresivamente te insuflan más instintos asesinos, y un orgullo estúpido e insensato impide que las pares y te pongas con cosas más productivas, como hacerte una paja. O recitar boleros.
   Poco después me puse con Lost in translation, porque soy así de sadomasoquista. Y al inicio tampoco pintaba mal, no sólo por la imagen del culo de Scarlett Johansson, que también, sino por Bill Murray, porque sencillamente no hay nadie como él, único en su especie, capaz de transmitir tanto con tan poco, tanta tristeza, sarcasmo y humor (incluso llegué a reírme con la escena del anuncio de whisky, y sonreí complacido con el asunto de la camiseta ridícula). A su lado, Scarlett Johansson hace lo de siempre, estar buena, y eso bastaría si el metraje, en adelante, evolucionara de algún modo. Si no se limitara a conversaciones insulsas de frases bonitas y a correrías sin gracia por Tokio (aunque lo del chino cantando a los Sex Pistols tiene su aquel), y a sumirnos en un aburrimiento consciente y justificado desde el punto de partida mismo. Bill Murray y la pizpireta Johansson se aburren. Aburrámonos con ellos.

   
   Pero lo peor de Lost in translation es que es la pedantería hecha película. Así de sencillo. Sucesión de planos de los protagonistas mirando con desazón a una ventana, caminando entre multitudes, mirándose y mirándose imbuidos en un complejo caudal de sentimientos, inabarcable e inexplicable. Si a esto le unimos unos diálogos que parecen recitados a cámara lenta y un final coherente en cuanto a que eso, que no pasa nada, pues tenemos otra boñiga nacida por obra y gracia del enchufismo hollywoodiense. Como si no tuviéramos bastante con Nicolas Cage (pero al menos él tiene un meme, no como Soffia Coppola, que únicamente tiene una buena hostia).
   Así que eso, por lo que más queráis, no cometáis el error de verlas. Ninguna de las dos. Estáis a tiempo. Si queréis ver películas asiáticas para ir tirando, echadle un vistazo a Old-Boy, que es una gozada, y si queréis disfrutar de Bill Murray poneos El día de la marmota.
   Y si alguien alguna vez os mira mal, alzaos altivos y proclamad sin miedo: "A mí me gustó Esta casa es una ruina". He dicho.