miércoles, 17 de febrero de 2016

Todo en orden


De primeras, la llegada de Deadpool este año a nuestras pantallas se antoja apetecible, refrescante, necesaria. No porque ya fuera hora de probar a insuflarle vida cinematográfica a un personaje carismático pero desconocido para el gran público, sino por lo que esta vida pudiera aportarle al acartonado estado en el que se encuentra el género superheroico actualmente: el 2016 como punto de ebullición de toda esta inmensa e incombustible burbuja que no tiene visos de estallar más allá de pequeños y efímeros pinchazos (ya nadie se acuerda de 4 Fantásticos, y eso es un grave error). En el horizonte tenemos nada más y nada menos que las tres películas "definitivas" de las tres grandes franquicias superheroicas de la actualidad, ninguna de las cuales tiene pinta de que vaya a sorprender en demasía, a no ser que: A) Capitán América: Civil War ofrezca algo más que el correcto y sobreprogramado entretenimiento del que Marvel productora es adalid; B) X-Men: Apocalipsis ni siquiera consiga hacer lo que hace la mayoría de sus entregas (esto es, darle un mínimo de dignidad al género); y C) Batman v Superman: El amanecer de la Justicia no sea tan jodidamente desastrosa como todo apunta a que será. 
   Ante tal panorama, un tío que rompe la cuarta pared, no se toma muy en serio a sí mismo, y es perfectamente consciente de lo excesivo de todo este carajal, debería ser recibido como la gran salvación de esa gente cínica que ya está un poco hasta las gónadas de todo. Sus garantías son un guión que sólo llegó a ser filmado una vez un buen número de personas creyó que valía la pena, un actor protagonista comprometido con la causa hasta niveles kamikazes, una promoción que no ha tenido miedo a hacerlo absolutamente todo para vender, y un afán de transgredir haciéndose pasar por falta de pretensiones. O viceversa.

Me permitiré una nueva referencia maliciosa a Batman v Superman limitándome a poner esta imagen. Prosigamos.

   Deadpool es una película que funciona dependiendo exclusivamente del rasero con que la mires, o de las expectativas que tuvieras en lo que pudiera llegar a significar con respecto a sus hermanas mayores. Tan orgullosa está de ser la oveja negra y el renglón torcido, tan ufana de su inmadurez y energía, que en principio no tiene mucho sentido echarle en cara los posibles fallos que pudiéramos encontrarle a su armazón dramático, pues el mismo personaje miraría a cámara y nos desafiaría diciendo que qué coño esperábamos, si una nueva peli de Christopher Nolan, o qué. Es lo que tiene la autoconsciencia: lo invulnerable que te hace parecer, lo bien que consigue que dés la impresión de que te la repampinfla todo y sólo quieres echarte unas risas a costa de quien sea.
   Por ello, el máximo esfuerzo invertido en Deadpool ha ido encaminado a algo tan meritorio como es conseguir que te partas la caja. Sin complicaciones. Sin reflexiones. Sin mesura ninguna, tampoco. Hay tal cantidad de chistes, bromas, tacos, mutilaciones ridículas, referencias sexuales, metapolladas, easter-huevazos random, que por fuerza alguno ha de funcionar, ya sea por acumulación o porque realmente lo merece. Y esto no es malo en absoluto, porque es lo que todos los tráilers y carteles prometían, y lo que un personaje como Deadpool, Masacre para los nostálgicos, merecía. Otra cosa es si, ya que se estrenaba justo en este año, con el panorama descrito, con el hastío acumulado, la película se debería haber preocupado por ser algo más, o hubiera querido serlo alguna vez. En cualquier caso, no lo ha conseguido.

"¡¿Que Hugh Jackman no es el prota de X-Men: Apocalipsis?! ¡Mamma mía!"

   Así, Deadpool no es ni la mitad de transgresora que otras propuestas finalmente más interesantes como Kick-Ass, Watchmen, o incluso Los Increíbles, y sus ínfulas de destrucción y defecación sobre la marca Marvel se quedan en eso, en ínfulas, en lo que pudo haber sido y no fue. De este modo, visto como propuesta en su conjunto, y al margen de todos esos chistes que, sí, para qué nos vamos a engañar, funcionan, Deadpool sólo es una película de superhéroes al uso con algo menos de interés en lucir efectos especiales (cosas del bajo presupuesto, asunto sobre el cual, faltaría más, también se ironiza), o meter a su protagonista en la misión de salvar al mundo de rigor. Sus puntos cardinales son la venganza, por un lado, y por otro el salvamento de la genérica damisela en apuros, con algo más de carácter que de costumbre más por el hecho de que diga tacos y se la vea follando que por otra cosa. Añadiéndole un romance cursi y de chusco desenlace, resulta que Deadpool acaba siendo tan conservadora en sus presupuestos como pueden serlo cualquiera de las películas protagonizadas por sus compañeros de mallas, con villano de 0 carisma, chusca utilización de los flashbacks, y escena poscréditos incluidos.

Desde que vio El renacido, el pobre Wade no ha vuelto a ser el mismo.

   Y, a pesar de todo, te ríes. A carcajadas, y con menor suspicacia de la que un servidor invirtió en Guardianes de la Galaxia, la prima hermana a la que Deadpool debe el existir, y la cual ya supuso la eclosión de estos tiempos tan listillos y limitados que nos ha tocado vivir. En Deadpool, en efecto, todo parece mucho más auténtico (incluso la banda sonora, también deliberadamente hortera, funciona mejor), y no es la suya una molaridad vacía y calculada: realmente te imaginas la redacción de su guión como una macrofiesta con petas y chupitos, y no como una aséptica habitación llena de pizarras y diagramas. Ryan Reynolds está monísimo riéndose sin piedad de sí mismo, se agradece que se hayan conservado hasta las bromas más tontas, y es un gustazo la falta de tabúes que han llevado por bandera. Una falta de tabúes, sin embargo, más limitada e intrascendente de lo que parece, por puro desinterés en cargarse una fórmula que tampoco es que funcione tan mal. No hay que cambiar tanto las cosas, parece decirnos Stan Lee en su imprescindible cameo, que al fin y al cabo vivimos de esto y hay que pensar en la secuela.
   Total. Que mucho jijijí, mucho jajajá, pero un meh como una casa en los créditos. Cómo jode que te den exactamente lo que te prometieron. Y cómo mola, en contrapartida, pensar que la última esperanza de darle un golpe de timón al género superheroico reside, ahora, en Batman v Superman. Aunque sea para acabar destruyéndolo del todo. 

Nuestros héroes ya están preparados para la acción.

domingo, 7 de febrero de 2016

Del querer, del no poder, y de su poesía


Antes de nada, una defensita de Alejandro González Iñárritu. Yo entiendo que a muchos este mexicano egomaníaco pueda caerles gordo, y que influidos por esta tirria comprensible pero cegadora se pongan enfermos al pensar que el cuate pudiera ser galardonado dos veces seguidas al Oscar a Mejor Director, pero vamos a ver, gentecilla, ¿desde cuándo el ego es algo malo? Aplicado al arte, me refiero. ¿Es Iñárritu el primero en tener pretensiones, ínfulas de trascender, y el primero al que no le importa levantar rodajes caóticos e infrahumanos para conseguirlo? ¿El primero que pone toda su energía y talento en ofertar historias más grandes que la vida que sólo acaban vendiendo humo? No sé, es que si tanto os molesta poned a parir también, dentro del cosmos del Séptimo Arte, a Cecil B. DeMille. O a David Lean. O a Stanley Kubrick, a ver si tenéis huevos. O no sé, a Michael Cimino. Este último se cargó él solito la United Artists. Iñárritu, que yo sepa, sólo casi se carga a uno que desoyó los consejos maternales y no se puso la rebequita.
   Dicho lo cual, es estúpido que ya de primeras te caiga mal El renacido por ser una película ambiciosa, que no sólo pide Oscars en cada categoría posible sino que se las inventa sobre la marcha (Mejor Recreación de Animalicos, Mejor Hostia por Barranco, Mejor Supuración Casera... y así), o por venir firmada por el dire de Amores perros, Babel o, albricias, Birdman. Un dire al que, vale, a lo mejor no le ajuntan ni los piojos, pero que como quien no quiere la cosa se ha montado una de las filmografías más estimulantes de la actualidad, y que puestos a querer dominar el mundo la verdad que no lo haría nada mal. Vamos, que si Iñárritu se lleva el Oscar a Mejor Director, y El renacido a Mejor Película, nadie debería quejarse, en puridad. Un gilí, sí, y todo lo que queráis, ¿pero habéis visto una peli mejor hecha en todo el año, piltrafillas? Antes de que me saltéis con Mad Max: Fury Road me pongo con la crítica en sí, y de paso dejo de hablar solo. 

"Y Michael Keaton voló. Me hizo volar. Y yo volé de él. Y Boyhood se fue a la puta"

   La peli va de un guía al que un buen día le ataca un oso, sus compañeros le dan por muerto, y por una serie de malentendidos tontos también le acaban matando al hijo indio que le acompaña. El guía no está muerto, claro, y decide emprender un viaje que te cagas de intenso en pos de alcanzar a sus compañeros despistadillos y darles matarile como está mandado. Ése es el argumento de El renacido. Como se puede comprobar no hay mucho de donde rascar, pero es del director de Birdman de quien estamos hablando; el mismo director al que un título claro e impactante de una sola palabra no le bastaba y decidió añadirle el pantagruélico subtítulo de (o) la inesperada virtud de la ignorancia. Así pues, no os esperéis un western salvaje violentísimo y divertidísimo. Tampoco una cuidada reflexión sobre la naturaleza del acto de la venganza y sus consecuencias al estilo de Old Boy o Kill Bill. Volumen 2. Lo único que debéis esperar, si no queréis salir decepcionados de un modo u otro, es PLANACOS.
   El renacido, sin ser en absoluto una mala película, sí es posible que sea el filme que todos los haters de Iñárritu estaban esperando ávidos y salivosos para descargar su ira sobre ella sin ningún tipo de remordimiento: todo un regalo para ellos, en efecto, por dejar bien a las claras lo que el hipervitaminado guión o el plano secuencia de Birdman nos impidieron apreciar en su momento... y es que Iñárritu no es tan bueno como se cree que es. De hecho, la película protagonizada por un Leonardo DiCaprio preOscar es la constatación plena de que el dire no sólo tiene sus días malos como todo hijo de vecino sino que, además, oh Dios, es humano. Ya de primeras se trataba de una peli que lo tenía realmente difícil para funcionar, e Iñárritu no sólo no ha sabido lidiar con ello, sino que incluso le ha añadido nuevos problemas para hacerlo todo más tristón y wannabe. Estéticas aparte, lo que acabamos teniendo es a un barbudo antipático caminando en un silencio cerril por el monte durante tres horas, y esto es mucho jugársela por más que ese tío tenga la cara de DiCaprio. El director, una persona lógica pese a todo, llegó a ser consciente de que en éstas la historia no le iba a dar más de sí, y lo mejor que se le ocurrió para arreglarlo fue jugar a ser Terrence Malick. Aunque Terrence Malick sólo hay uno, y tampoco es que esto sea de por sí ninguna garantía de nada.

"Los genocidios de nativos americanos hacen llorar al niño Jesús :( "

   Tan acojonado estaba el mexicanito con que al público le acabara chupando un pie la odisea de Hugh Glass que decidió a mitad del rodaje romper con su particular Manifiesto Dogma y modificar su visión visceralmente realista de lo que sería la película: mete música épica ahí a tope, e introduzcamos flashbacks y escenas oníricas para que el público empatice un poquitillo con DiCaprio. Y un poco de filosofía sobre el ser humano y tal. Muy rollo Tarkovski, ¿sabes? ¿Pero esto no era una historia de venganza?, le preguntó entonces uno de los cámaras. Iñárritu, por toda respuesta, se comió su corazón.
   Así pasa que El renacido es la irregularidad hecha celuloide. Tiene una primera media hora absolutamente magistral, con escenas que dices pero cómo cojones habéis rodado esto máquinas (sí, me refiero a lo del oso, un oso que no encula a DiCaprio pero que hace algo mucho más BESTIAL), y un ritmo áspero y endiablado que te corta la respiración. Estás, se me disculpe la comparación reiterada, como en Birdman: completamente indefenso ante la potencia de lo que te cuenta Iñárritu. Subyugado ante su poder, su rabia, y una realidad que te zarandea y te hace asegurarte de que sigues sentado en la butaca y no esquivando las flechas de varios indios cabreados. Una vez transcurre esta media hora y DiCaprio ya ha encontrado la isla de Montecristo nos topamos con una sucesión de escenas igual de bellas pero carentes de mordiente, que progresivamente van deshinchando la enorme excitación que antes nos acometía, y que incluso nos mosquean cuando se dedican a mostrarnos sueños que no por ser fotografiados por Dios (A.K.A. Emmanuel Lubezki) quedan menos de pegote. Claro, DiCaprio sigue siendo DiCaprio hasta gruñendo y arrastrándose durante lo que parecen ser legislaturas, y a la postre tenemos a un espectacular Tom Hardy como el objeto de sus odios, pero el resultado se resiente, es inevitable. Y El renacido se convierte de esta manera en el tostón mejor fotografiado que hayáis visto nunca, al menos hasta que ya vamos llegando al final, y parece que van a volver a ocurrir cosas de nuevo, y ocurren, y luego te vuelves a casa pensando que qué buen director sería el compañero, si alguna vez hubiera tenido algo que decir.

Por lo demás, Leo ya está un poco hasta el escroto de vuestros chistes sobre los Oscars. Aplicaos el cuento

   En resumidas cuentas, y pese a pretenderlo muy fuertemente, no es la mejor película del año. Lo cual, por otro lado, no implica que no se deba llevar la estatuilla ni que, aunque sea desde un modo irónico o condescendiente, no seamos todos afortunadísimos de tener hoy en día a un colega como Alejandro González Iñárritu echándole tantas ganas. 

jueves, 21 de enero de 2016

Psicoanálisis de un dependiente de videoclub, Parte 2: Fin de terapia


Cuando Django desencadenado llegó a los créditos un servidor sintió un gran vacío por dentro. No era uno provocado por la vergüenza y el estupor que le habían causado aquellos últimos veinte minutos, ni tampoco el que habría despertado una película simple e impepinablemente mala como Death Proof (y que podía haber sido doloroso por tratarse de mi amado Quentin Tarantino, claro, pero que tampoco daba para mucha reflexión). No. Este vacío era el de los peores. De los que te carcomía por dentro y te movía a una reflexión desesperada cual engañosa penicilina, y que acababa contigo preguntándote si realmente el chico de Knoxville merecía tanto entusiasmo y reverencia cada vez que sacaba peli. Django desencadenado no podía ser más tarantiniana, y al mismo tiempo y casi inextricablemente, no podía estar más vacía, ser más estúpida, erigirse como mayor monumento a la autocomplacencia y la masturbación. El problema no estribaba, empero, en que Django desencadenado fuera todo esto, sino en que igual también lo era la totalidad de su filmografía, y yo no me había dado cuenta hasta ahora. 
   Y qué queréis, llevar engañado desde Reservoir Dogs era mucho tiempo, muchas horas perdidas, muchos irrenunciables placeres cinéfilos que ahora, de pronto, amenazaban con haber sido puestos al servicio de la más abismal nadería. Fue entonces, en el momento en que Django desencadenado desaprovechó la enésima oportunidad que tuvo el director de hacer algo medianamente serio, cuando me di cuenta de que este señor era todo un cabeza de chorlito. Un tío cuyo febril entusiasmo por todo lo que oliera a celuloide lograba que se permitiera una mínima pizca de respeto, pero que por debajo de todo este romántico entusiasmo sólo te quedaba la silueta temblorosa de un niño gordo, granujiento e ignorante al que le gustaba hacerse pajas con los pinreles de las señoras que iban al videoclub. Es éste el principal motivo, y no otro, de que Pulp Fiction sea la película preferida de los adolescentes de todo el mundo. Éste fue el motivo de que, durante gloriosos años, también fuera la mía; gloriosos años en los que nada parecido a un criterio serio y documentado ensombreció mi espíritu, gloriosos años de desenfreno que muy probablemente hoy, entre 2015 y 2016, en el díptico de la autoconsciencia, el tiempo en que Star Wars se ha alejado de mí para no volver, concluirían de modo definitivo.


   Por todo esto, Los odiosos ocho ha sido la sorpresa más agradable que Tarantino me podía haber dado nunca. El cachete más suave de "que te lo habías creído, nen". La sonrisa torcida más siniestra y radiante que jamás me podía haber dedicado. La película, maldición, que tenía que haber dirigido justo después de Malditos bastardos por suponer el siguiente paso lógico a la que es, y supongo que será por siempre y no es cuestión de contradecir a Brad Pitt, su obra maestra. Los odiosos ocho me ha permitido recuperar el entusiasmo, ser de nuevo un adolescente pajillero que se ríe como un lerdo de cosas altamente inapropiadas, y reencarnarme en ese bendito ignorante para el que todo lo que mola está bien porque mola y está bien. Y no porque Los odiosos ocho vuelva a transmitir esa autenticidad que en las primeras películas de Tarantino impedía que nos internáramos más allá del umbral del bosque (esa autenticidad, asumámoslo, está perdida sin remedio) sino porque el director, tras años de ruidosa pubertad, por fin ha conseguido hacerse mayor al ritmo de sus seguidores. Y el cambio le ha sentado furiosa, odiosamente bien.
   Como tipo maduro que es y que empieza a ampliar sus inquietudes intelectuales Tarantino ha descubierto la ironía, y acaso para protegerse del mundo y de aquellos desalmados a los que no les consiguió colar Django desencadenado, se ha valido de ella para canalizar su permanente entusiasmo y bañar su octavo filme en la constante y gratuita paradoja. Vuelve a la carga con un western, y resulta que, al igual que el southern Django, es el trabajo menos western de su filmografía. Consigue por fin trabajar con su ídolo Ennio Morricone, y en lugar de exigirle la esperable banda sonora de silbiditos y epicidad mediterránea, le da el visto bueno a un soundtrack de corte gótico y deprimente que, gracias a las particulares características del proyecto, es químicamente imposible que llegue a cautivar. Por último no ha podido idear el asunto de modo más majestuoso, con formato 70 mm y obertura e intermedio musicales, para no sacar la acción de una puta cabaña cutre. Y uno, ante tal sarta de despropósitos, se vuelve a hacer la pregunta que todo seguidor de Tarantino se ha hecho tarde o temprano: ¿genialidad, o gilipollez?
   No estoy en disposición de contestar satisfactoriamente a eso porque, como se habrá podido intuir, Los odiosos ocho no ha podido gustarme más. Creo que tampoco es necesario tener una respuesta tajante, porque el ingenio madurado que Tarantino ha depositado en su último trabajo va mucho más allá de lo meramente estético. Si en Django desencadenado el de Knoxville abrazó abiertamente tanto su carácter de demiurgo de pastiches como su gustosa inmolación al servicio de la caspa y el VHS sin devolver, en Los odiosos ocho ha dado un salto de gigante (no tanto si hubiera tomado impulso desde Malditos bastardos, insisto) al tomar por primera vez conciencia de otra faceta suya, siempre existente pero nunca explotada del todo: la de engañabobos.


   De este modo viene ocurriendo que Los odiosos ocho es la farsa más grande jamás filmada, o al menos la de mayor duración. Y es una farsa perfecta no sólo por la inteligencia y cálculo con la que ha sido tejida, sino por la docilidad y buena disposición con la que (casi) todos han, hemos, caído en ella. Quentin Tarantino ha escrito su guión mejor ensamblado y más genialmente rematado con motivo del trabajo que a buen seguro menos le ha entusiasmado afrontar de todos (incluso menos que Jackie Brown, cuya materia prima ni siquiera era suya): un panfleto nihilista y asfixiante que no juega limpio, que tiene más cerebro que corazón, y que podría suponer el final perfecto para su filmografía por simbolizar justo el momento en que nuestro hombre ha terminado de conocerse mejor a sí mismo. Los odiosos ocho es tan consciente de sí misma que durante la primera hora y media no hace más que mirarse el ombligo, ensimismada, regodeándose en su hipnótica intrascendencia; para luego estallar en una segunda hora y media orgásmica no porque eso que podemos llamar argumento nos lleve con naturalidad a ella, sino porque es lo que toca.
   Tarantino ha tomado plena conciencia de lo puto amo que es perfeccionando del todo esa técnica que antes llamábamos genio, y que ahora nos tiene tan acojonados que no sabemos ni cómo llamarlo. Sólo podemos abrir mucho los ojos, reír a carcajadas, gritar SEEEEEH, levantarnos del asiento, aplaudir, cuando nos sorprenda con la boutade de turno que no debería sorprendernos pero que, coño, lo hace. Para esto no hay que confundir conceptos: se precisa del mejor director y guionista del mundo mundial para lograr lo que Tarantino logra en esa segunda hora y media de Los odiosos ocho, y podemos apostar el culo a que Tarantino lo es. Esa manera de manipularnos tan inteligente que aunque la advirtamos nos da igual, sarna con gusto no pica; de llevarnos exactamente adonde quiere cuando quiere, de darnos gato por liebre y de introducir segmentos sin sentido ninguno porque sabe que nosotros sabemos que es inútil quejarse. ¿Exceso? ¿Irrelevancia? ¿Egocentrismo? Esto es lo que ha sido, es y será Tarantino: lo tomas o lo dejas. Y en Los odiosos ocho, si lo tomas, y no haces demasiadas preguntas, te vas a encontrar un Tarantino en estado puro, salvaje y sobrealimentado. Y vas a flipar.


   Un Tarantino que, por cierto, va tan sobrado que hasta se toma la libertad de ponerse político. En serio. Aunque no asustarse, el director sabrá mucho de lo suyo pero desde luego no es un Scorsese (ni siquiera un Spielberg), y la presumible crítica política que esgrime Los odiosos ocho se reduce a una documentación apresurada de lo que fue la Guerra de Secesión vía Wikipedia, a los sempiternos "niggas", y a un diagnóstico final extremadamente tópico que de tan frívolo y ruidoso casi podría pasar por otra vacilada de las suyas (muy posiblemente lo sea), pero que basta para concedernos una de las mejores y más redondas escenas de clausura del cine reciente. El de Knoxville es un borrico, y por ello tampoco deberíamos tomarnos la misoginia recalcitrante de la que el argumento hace gala como una jocosa reacción a los ominosos tiempos de corrección política en que vivimos: el colega sólo quiere incordiar, pero sí quieres ver algo más en ello adelante, Los odiosos ocho te parecerá aún mejor de lo que ya es.
   Por lo demás, lo que ya os imagináis. Gente hablando, hablando, hablando sin parar. Suspense llevado de manera modélica y prolongada verbos mediante durante horas. Dirección dionisíaca. Meadas fuera del tiesto susceptibles de ser disfrutadas una y otra vez por separado (las vomitonas, Channing Tatum, el ahorcamiento... y, ni que decir tiene, la escena de la mamada). Violencia gore y caricaturesca. Actores que sólo son tan buenos cuando los dirige el de Knoxville (Samuel L. Jackson demostrando el máximo nivel de Samuel L. Jacksonidad que podrá alcanzar en toda su vida, Kurt Russell prodigioso, mefistofélica Jennifer Jason Leigh, lánguido y triste Michael Madsen, Tim Roth en busca del Oscar fácil imitando a Christoph Waltz, Bruce Dern con un papel del que sólo me sale emitir un mudo despolle). Porquesíes. Escenas que no aportan nada. Porquesíes a tutiplén. Desajustes temporales gratuitos. Y más porquesíes aún. ENTRETENIMIENTO, DIVERSIÓN. Y más sublimeidad. Más awesomidad. Más molaridad. Casi que sólo nos falla, un poquitín, sofocada por tanto diálogo, la banda sonora... y ah espera, que tampoco. Eso que suena al final es Roy Orbison. Y el testamento de Ennio Morricone. Y del spaguetti western, y de Leone. Y del cine actual, que se lamenta de no tener la más mínima posibilidad de ser llamado clásico en el futuro.
   Porque esto es Tarantino. Quien lo probó lo sabe.

sábado, 9 de enero de 2016

Joy, o la película feminista a la que le faltaron pelotas


Lo mejor de Joy fue cuando, momentos antes de acudir a verla, se me preguntó de qué iba, y yo con total sinceridad hube de contestar que "de la tía que inventó la fregona o algo de eso". Todavía mejor fue cuando, apenas un segundo después, apostillé que tenía muchas ganas de verla, con un entusiasmo que tenía poco de irónico.
   Los motivos de esta pose eran únicamente dos, dos nombres con apellidos: Jennifer Lawrence y David O. Russell. Trabajando juntos, de nuevo. Trabajando juntos, encima, en una peli de argumento tan rocambolesco como el esbozado (en realidad Joy Mangano inventó la Miracle Mop, o la "fregona que se escurre sola"). ¿Cómo podía ser mala una película así? Osea, vale, lo mismo era mala. Muy probablemente. ¿Pero y lo divertida y bonica que tenía que ser por narices, qué?
   El fenómeno de Jennifer Lawrence es uno del que poco se puede decir que no se vea a simple vista: es una celebridad, una gran actriz, una cachonda mental que entiende a la perfección el nuevo star-system (sabiendo exactamente cuántas caídas tontas necesita para asegurarse el TT quincenal), y en resumen una persona muy inteligente que ha conseguido sobreponerse a que todo cristo la viera en cueros para abanderar al mismo tiempo una cruzada feminista muy calculada y superficial en pos de la igualdad de salarios en Hollywood. Con todos estos factores, más cierto vídeo viral en el que J-Law aparecía nuevamente con las bobinas al aire mientras las meneaba y decía "My boobs are blind, where am I going?", como para no besar el suelo que pisa y verse religiosamente todas las pelis de mierda que haga.
   El fenómeno de David O. Russell, por otra parte, es menos glamuroso, pero igualmente divertido. Ese tipo que consiguió que George Clooney (ya sabéis, la persona más enrollada y agradable del mundo mundial) quisiera partirle los morros durante el rodaje de Tres reyes, que puso cara de "¿quién coño es esta vieja?" cuando Emmanuelle Riva le quitó el BAFTA a la Lawrence por Amor, y que machaca sistemática y psicológicamente a sus actores durante cada rodaje (los escotazos de Amy Adams lucen ahora trágicos y misóginos). Ese total, completo, y perfecto gilipollas, al que tanta gente y con tanta razón odia, y cuyas películas sólo parecen malas cuando las comparas con el ridículo número de nominaciones que atesoran. Ese niño mimado de los académicos de Hollywood que ha visto truncada su racha con Joy. Con un argumento de las características enunciadas. ¿Quién se imaginaría algo así?

¿Recordáis esa escena de La gran estafa americana en que la Lawrence bailaba Live and let die? No podía molar más, y al mismo tiempo ser más imbécil. Ahí está un poco la clave de todo.

   Lo cierto es que, para el que esto suscribe, O. Russell es un cineasta enormemente divertido y disfrutable, aunque quizá no de la forma que él se cree. Sus películas, y Joy no es una excepción, son todas circos hinchados y excesivos en los que la estupidez y la histeria se abrazan durante un frenético baile al hilo de temazos rock de las décadas doradas. Por si fuera poco, O. Russell es tan admirador de Martin Scorsese que se propone no sólo imitarlo en cuando a recurrir indefectiblemente a Robert De Niro para que le saque las castañas del fuego, sino para cualquier decisión de realización y montaje que tras el pericazo de rigor pergeñe. Lo único más o menos genuino de este señor, este artista posmoderno, este cantamañanas, es un humor tontorrón y excéntrico que cuando funciona (las menos de las veces) es una genialidad y cuando no lo hace provoca una total vergüenza ajena, agravada por guiones donde el argumento siempre parece lo menos importante de todo, y tamizada medianamente por el cuidado que siempre deposita en el diseño de personajes patéticos y, por tanto, entrañables. Eso es O. Russell. Eso ocurría en El lado bueno de las cosas, con algo más de mesura y chispa; eso ocurría en La gran estafa americana, con algo menos; y eso ocurre en Joy, que sí, es con diferencia su filme más flojo,y con tanta claridad que ni siquiera los Globos de Oro, que de circos ególatras saben un rato, le ha querido dar más de dos nominaciones. 

A J-Law tampoco le acabó de convencer El despertar de la Fuerza (esta vez sí que es la última, lo juro lo juro)

   Y es una lástima eh. No por O. Russell, que si mañana aparece con esas penosas gafas scorsesianas clavadas en la laringe a nadie le importará un carajo; ni tampoco por Jennifer Lawrence, que va a seguir siendo la actriz más importante del mundo durante cinco años más mínimo, sino por la película en sí. Joy podría haber sido algo grande. Podría haber sido la típica fábula sobre el sueño americano llena de inyecciones de motivación, exaltaciones individualistas y momentos "fuck yeah" que tanto asquete daría ver en España, y podría haber sido una fábula bien contada, bien actuada y con momentazos de órdago. Y sin embargo, al final es una fábula tan bluff que ni siquiera te permite extraer una moraleja que no sea deprimente.
   El problema fundamental de Joy es que parece avergonzarse de la historia que cuenta, como si David O. Russell, aun desde su proverbial torre de marfil, fuera consciente de que la vida de una señora que inventó la fregona que se escurre sola y se convirtió en la reina de la teletienda no es digna de una buena película (o de una película que gane premios, por lo menos), y quisiera convertirla en algo que no es. Da igual que la vida de Joy Mangano fuera una tragicómica pero optimista historia de superación con el siempre atractivo toque feminista; O. Russell ansiaba también profundizar en la soledad del ser humano, lo restrictivos y problemáticos que pueden llegar a ser los lazos familiares, o lo podrido del sistema, y así tener cancha para realizar un nuevo Padrino. Tal cual. Homenajeando a su manera (esto es, fotocopiando) escenas y diálogos enteros.

"Sí, al final le pude quitar el BAFTA a la puta vieja esa. Bien por mí"

   Así, la película empieza realmente bien, con un par de personajes carismáticos al margen de la sufrida protagonista (su ex-marido y su hija, deliciosos), un ritmo muy bien llevado, y una Jennifer Lawrence pletórica. Entre sus desgracias diarias y su horrible y machista familia la cámara muestra de tapadillo que la prota es inventora y quiere hacer grandes cosas, y todo sucede muy porque sí, pero muy divertido. La banda sonora, como también viene siendo habitual, es espléndida en su saqueo despiadado de las hemerotecas (Bee Gees, Rolling Stones, Ronettes, para qué queremos más), y el humor y la emotividad desfilan sin estorbarse el uno al otro, en perfecta sinergia (apenas nos da tiempo a tirarnos de los pelos por las injusticias que le suceden a Joy cuando hemos de volver a reírnos despreocupados por lo espantoso que está, en su línea, Robert De Niro). Más o menos a la mitad de la película, sin embargo, a O. Russell toda esta humildad costumbrista acaba por darle miedo, y decide ponerse a mear en dirección diametralmente opuesta al tiesto. Los diálogos empiezan a ser evidentes y maniqueos, las elipsis a ser bruscas e innecesarias, los actores a sobreactuar (sin que tengan demasiada culpa de ello)... todo es, de pronto, una farsa enorme y mal explicada, y las aventuras de una tipa normal y corriente que se pone nerviosa ante las cámaras se convierten en J-Lawnator con el pelo mal cortado y Ray-Bans marchando bajo la nieve con lo que parece ser una recortada bajo la gabardina. Lo único familiar, de pronto, es esa vergüenza ajena tan propia de la filmografía del director que parecía haber estado hibernando hasta ese momento, y que una vez ha despertado lo ha hecho con toneladas de hambre y ha exigido que la escena de cierre de Joy fuera deliberadamente horrible y prematura. Y la película acaba, y sigues sin saber dónde puedes comprar la dichosa fregona.

Aquí Robert De Niro en la única milésima de segundo de la peli donde no pone cara de Robert De Niro. ¿Ya he pedido antes por aquí su jubilación con eutanasia incluida, verdad? Pues eso.

   Queda entonces preguntarse por qué quiso llevar el director la vida de Joy Mangano a la pantalla si sabía que no tendría huevos para ello, así como por qué la Lawrence, después del previsible caramelo que le supuso interpretar a la prota, va a seguir queriendo trabajar para él. Mis hipótesis ante esto último van desde lo tróspidamente sexual hasta lo más puramente empresarial, y concluye con nuestra chica pensando que lo mismo es hora de emprender caminos separados de una vez por todas. Habrá que ver entonces qué carrera se va a la mierda antes, y quién es el ingenuo que cree que no será la de David O. Russell.

sábado, 2 de enero de 2016

Star Wars: El despertar de la Fuerza, dos semanas y pico después. Una reflexión


Creo que he de pasar página. Tragar saliva, escupir todo lo que me sobrecargan los carrillos de una vez por todas, y a otra cosa mariposa. Es cierto, ya han pasado dieciséis días desde que asistiera al estreno de Star Wars: El despertar de la Fuerza, y en estas tres semanas he aburrido a propios y extraños con mis teorías, mis máximas y mis dudas. He hablado de Star Wars en bares, discotecas, autobuses, cenas de Nochebuena, y he derramado mucha saliva y muchas lágrimas para el empeño, siempre en función de la fase por la que pasara durante ese momento (un besazo para todos aquellos pasajeros del Torrijos-Móstoles a los que les reventé que Han Solo la palmaba. Ups. Sí, voy a hacer spoilers. Basta de chorradas). 
   Las fases han ido, más o menos, así: depresión existencialista recién concluida la primera vez, decepción aplastante (ésta fue la más crítica), ira incontrolable (ésta fue la más divertida, cuando casi llego a las manos por asegurarle que todos a los que les había gustado el Episodio VII habían sido descaradamente manipulados y engañados), optimismo mesurado (justo después de verla por segunda vez, doblada, y en compañía de tres frikis aún más haters que yo) y, por último, la resignación con la que afronto esta nueva entrada tras la crítica excesiva y libre que realicé hace algunos días. Esta resignación, por cierto, no es una fundamentada en certezas de ninguna clase: sigo hecho un lío con la peli de J. J. Abrams, para qué nos vamos engañar. Sin embargo, sí es una resignación con vistas a dar carpetazo a algo y a seguir con mi vida, porque creo que quedarme anclado en una rallada que tampoco es que le importe mucho a nadie (envidio y admiro a todos aquéllos capaces de tener una opinión definitiva sobre El despertar de la Fuerza, ya sea fundamentada en el amor, ya sea en el odio), acaba pasando por un monumental ejercicio de estupidez. Hay mucho más cine por venir, muchas más experiencias que tener y, lo que es más importante, aún queda mucho Star Wars.
   Así pues, de cara, espero, a mi reflexión final sobre este Episodio VII de nuestro descontento, he tomado la poco arriesgada decisión (también llamada "hacer un Abrams") de dividir el escrito en dos partes bien diferenciadas y tan simplonas como son un "En contra" y un "A favor". Dejo claro desde ya que el "A favor" irá al final y será cortito y muy intenso porque, por muy gilipollas que sea, tengo bien interiorizada la enseñanza que un día cierto maestro de trapo me impartió hace muchos años: el Lado Oscuro siempre es más fácil, y por eso la caca tiene ese color.


En contra.
J. J. Abrams es un tipo que siempre me ha caído simpático. Tratando de que esto siguiera así, nunca quise exponerme a la posible decepción de Perdidos, pero sí lo hice a Misión Imposible 3 (la mejor entrega que la saga podrá tener nunca por ser la única que no depende exclusivamente de Tom Cruise para funcionar), Super 8 (la primera muestra del especulador nostálgico que el chaval llevaba dentro, y paradigma de todo lo que se puede hacer mal durante un tercer acto), y a las dos pelis de Star Trek. Estas dos últimas suponían la mejor carta de presentación posible para un futuro director de Star Wars, algo que no dejé de decir según salió la noticia y que hoy en día mantengo. Ambas pelis, sin ser geniales, sí eran suficientemente divertidas y encantadoras como para aficionarnos un poquillo a esta saga que tanto nos la había repampinflado hasta entonces. Y no dejaba de tener mérito, porque Abrams se hartó de decir que a él lo que le ponía de verdad era Star Wars, que esto no era más que un encarguillo. Una aseveración tan jugosa bastaba para que un huérfano de la saga de George Lucas tras La venganza de los Sith (luego iremos con ella) viera de repente Star Trek como un sucedáneo pequeñito digno de recomendar, y para considerar a J. J. Abrams, además de un profesional como la copa de un pino, un tipo de lo más inteligente. Este verano habrá nueva peli de Star Trek, y el tráiler hace presagiar que Justin Lin, el nuevo dire, no ha entendido una maldita cosa de lo que ha hecho su predecesor. Ya se la fusilará en su momento.


   Ahora bien, esta inteligencia juega en contra de lo que es, aventuro desde ya, la esencia de Star Wars. Que es la ingenuidad. La ingenuidad que uno tiene al jugársela y, por eso mismo, el riesgo que conlleva. Algunos de mis enemigos declarados sin que ellos lo sepan argumentarán que qué carallo de ingenuidad había en las denostadas precuelas, con tanta política, tanta tragedia shakesperiana y tanto CGI con el que, no está de mal refrescar la memoria, todos flipamos muy duro en su momento. Pues sí, gente, la ingenuidad y el riesgo eran los mismos, sólo que en este caso no se vieron beneficiados de ese toque, ese milagro irrepetible que fue la trilogía original. Reparemos en George Lucas, un señor al que debemos tanto pero que al mismo tiempo odiamos tan furibundamente. Reparemos en su supuesta cerrazón empresarial, en la presumible despreocupación con la acabó de prostituir su legado en el 2012. George Lucas, en 1999, se la volvió a jugar. Quiso hacer algo revolucionariamente nuevo. Como en 1977. El contexto, en ambas ocasiones, le aconsejaba hacer las cosas de un determinado modo, y el tío hizo exactamente lo contrario. ¿Quién en 1977 habría apostado por una película cuyos primeros treinta minutos son dos robots caminando por el desierto y en la que no aparece Harrison Ford hasta transcurrida una hora? E, igualmente, ¿quién en 1999 habría aprobado la afiliación de los malos a una cosa llamada Federación de Comercio, la inclusión de veinte minutos de insufrible cháchara política previos al (excelente) clímax, y el diseño de un personaje como Jar Jar Binks? La medida del acierto es enormemente variable de una época a otra pero hay algo que, de manera innegable, subyace en todo esto: una bendita e irredenta estupidez. La estupidez que, vista con perspectiva y una nada recomendable frialdad, es Star Wars en todo su conjunto. 
   No quisiera con esto hacer una apología total de George Lucas, claro. El barbudo pajillero ha salido hace poco diciendo que el Episodio VII no le ha gustado niente, empleando verdades impepinables para fundamentar la opinión, y me parece que el tío se ha ganado un buen soplamocos por ello. ¿Vendes Star Wars a la compañía que es bien sabido que quiere dominar el mundo, y ahora te quejas? ¿Que Disney es una trata de blancas? En serio, George, para haber inventado la actual industria del entretenimiento es que tienes cosas de bombero. ¿Qué coño esperabas? Aunque en esta misma sintonía también toca preguntarme, ¿qué coño esperaba yo?


   Ésta es la principal pregunta que me he hecho estos días. El despertar de la Fuerza prometió muchísimas cosas durante su campaña promocional, y huelga decir que las ha cumplido todas y cada una de ellas. Es por eso que cuando acabé de verla por primera vez me deprimí tanto, y me planteé cuestiones tan angustiosas como si es que acaso me había hecho mayor y Star Wars (porque no cabía duda de que esto era Star Wars) ya no estaba hecha para mí. Que el crítico se había comido al fan, y que podía más en mí el tipo que se fija en los planos tan bonitos que se marca Abrams antes que en el que coge un palo de fregona y lo blande haciendo wiiing. Total, que me deprimí que te cagas, y como ocurre con todos los amores frustrados, empecé por echarme la culpa a mí. Las sucesivas conversaciones dejaron claro, no obstante, que el problema lo tenía la película.
   El problema también lo tiene, y con más rigor, la década en la que vivimos. Sin ánimo de que me hunda el pesimismo, aunque ahora es lo que toca, el cine de entretenimiento actual afronta una debacle artística de tres pares de cojones. A mediados de los setenta, Hollywood abrigó una fórmula infalible gracias a hombres como Steven Spielberg o el mismo George Lucas, una fórmula por la que se regirían todos y cada uno de los blockbusters de nuevo cuño. Esta escasez de materias primas no llegó a ser alarmante gracias a los enfoques novedosos, a la locura, y a la ingenuidad de los encargados de pulir los productos y sajarnos los millones, pero hubo de llegar un punto, que a mí me gusta establecer aproximadamente en torno a la alianza de Marvel con Disney, en que las ideas se agotaron. Fss. Se fueron. Era así, esta gente no tenía ni puta idea de qué hacer a continuación, y sólo les quedaron por delante dos opciones para seguir remando: o bien aplicar religiosamente la fórmula a un prometedor filón no demasiado explotado hasta el momento (el de los superhéroes, aunque ahora nos parezca mentira), o bien mirar al pasado y reutilizar sin vergüenza ninguna (Hollywood nunca había andado sobrado de ella) lo que ya había tenido éxito, y que por ser tan genuinamente cojonudo estaba claro que podría volverlo a tener. Star Wars: El despertar de la Fuerza es el resultado de la confluencia entre estas dos estrategias, y la mayoría de sus fallos viene derivada de ellas.


   La película de Abrams es una película que no se molesta en ser autoconclusiva y, con la excusa de suponer la línea de lanzamiento para nuevas tramas y nuevos personajes, El despertar de la Fuerza no te cuenta absolutamente nada, no cierra nada, y recae gozosamente en los vicios más feos de esta nueva industria que lo hace todo atendiendo a sobreprogramados planes de producción y una demoledora visión del merchandising que deja en pañales todas las ambiciones que podría haber albergado George Lucas alguna vez. Es de necios negar el descaro capitalista de las dos primeras trilogías, pero el hecho es que, si lo que en éstas queríamos para las nuevas entregas era saber qué sería de nuestros personajes favoritos, ahora lo que nos preguntamos de cara al Episodio VIII es quiénes son estos personajes. Y esto no mola. No mola, y permítaseme en esto ser carca, porque el cine o, siendo más exactos, el blockbuster, pierde de este modo su más puro rasgo de experiencia única, imperdible y significativa. Lo cierto es que ahora ya no vamos a ver películas, sino churros. Y la era dorada de las series de televisión ha consistido, precisamente, en convertirlo todo en series de televisión.
   Al margen de este desdén por la coexistencia canónica de inicio, nudo y desenlace (existente en la famosa fórmula pero sometida a ciertos retoques), está el tan comentado hecho de que Star Wars: El despertar de la Fuerza sea un remake encubierto de La guerra de las galaxias (o Una nueva esperanza, llámese como guste). Que sí. Lo es. Negarlo es no tener dos dedos de frente ni capacidad de observación ni puta idea de nada, pero la cuestión es si esto necesariamente ha de ser malo, y mi opinión es que sí, que también lo es. Vago, facilón, es hasta perverso. También es una estrategia enormemente inteligente. Recurriendo a una narración tan manida como la de la peli de 1977 Abrams no sólo pisaba terreno firme, sino también se amparaba en toda la documentación que George Lucas se había buscado (el viaje del héroe, Flash Gordon, Akira Kurosawa) para estructurar la aventurilla y con esto, y guiños de mayor o menor peso como añadidura, el amiguete no necesitaba mucho más para hacer las delicias de los fans de toda la vida. Aunque bueno. Por si acaso, crea un droide totalmente nuevo y carismático, ponle unas guardas al sable láser rojo, y trágate un manual de corrección política aplicada al siglo XXI en el que incluyas negros, mujeres que toman decisiones, y hasta latinos homosexuales. Y ya está, ya lo tienes. La que puede ser la película más taquillera de la historia.


   No tengo nada en contra, faltaría más, de que Rey lo pete tanto, Finn sea tan tontorrón, y Poe Dameron tan Oscar Isaac. De hecho, estos tres personajes es de lo poco que funciona en El despertar de la Fuerza sin ser un total remedo de algo que hayamos visto antes. En lo que me quiero centrar es en esa perentoria cobardía, ese pasar de jugársela que J. J. Abrams tuvo que abrazar porque, aparte de que su carrera estaba en juego, era un fan de la saga. Y, como fan de la saga, sabía mejor que nadie lo crueles y odiosos que podían ser éstos, y el dolor que podía causar una decepción de la hondura de La amenaza fantasma. Ah sí, y es que como no podía ser de otra manera, Abrams no simpatizaba en absoluto con las precuelas, y haciendo suyos los postulados de la percepción popular (y distanciándose en ello aún más de George Lucas, que hizo de ir a su bola la verdadera religión), pensó que nada sería tan rotundo y tan poderoso como destruir Coruscant. Y luego, soltar el bulo de que no era Coruscant, sino Hosnian, el planeta en el que estaba el actual Senado Galáctico. Como ya para mofarse del todo. La destrucción de Coruscant es un escupitajo en el jeto de todos los que amamos las precuelas como quien ama en la vida real, con todos sus defectos, por ser quién es. Y no somos precisamente pocos. Y espero que, con la llegada de este nuevo episodio (que ni siquiera lo es nominalmente), se descubra que somos muchos más.
   Entre que es un remake y deja lo mejor para una película que aún no hemos visto podría parecer que El despertar de la Fuerza no tiene mucho más margen para cagarla pero, albricias, lo hace. Antes de ponerse a escribir el libreto con Lawrence Kasdan (guionista de El imperio contraataca que aún no está muy seguro de cómo pudo escribir una cosa así), J. J. Abrams dibujó un esquema sobre las cosas que todo fan querría ver en el Episodio VII. Al final, como todos deberíamos saber, le salió el guión de La guerra de las galaxias, y la mayor dificultad la supuso a partir de entonces tratar de disimularlo con escenas guapas, como el crepúsculo (a todas luces necesario) de Han Solo, o la inclusión ineludible de un nuevo maestro (la lamentable Maz Kanata, que no es Jedi pero habla de la Fuerza y dan ganas de arrojarle al foso de Sarlacc). Sólo se pudo redactar un guión entre medias de estos puntos clave, y así sucede que la acción del Episodio VII, una vez transcurridos los treinta primeros minutos (dedicados a presentarte la nueva generación y que, sí, son modélicos), es atropellada, irregular, e ilógica de todo punto. No es necesario apuntar como fallos los mismos Deus ex Machina que atesoraba la trilogía original porque para qué si ya sabemos a lo que jugamos, pero sí podríamos defenestrar en esto el aprendizaje instantáneo de la Fuerza de Rey, el sinsentido de personaje que no deja de ser Finn o, sobre todo, ese giro final con R2-D2 volviendo a la vida tras un modo "ahorro de energía" que provoca más vergüenza ajena que todos los diálogos de El ataque de los clones juntos.


   Resulta en esto que este Episodio VII, aún dándome todo lo que me prometió, no es la película que me esperaba, porque lo único que no esperaba era una mala película. Las cosas son así, y por mucho que os guste, un día habréis de asumirlo. Y, lo que será más doloroso, un día el mismo Abrams tendrá que asumirlo de igual modo. Un día verá la película, acaso poco después de pillar por la tele en sesión de tarde la carrera de vainas de La amenaza fantasma, y descubrirá el inmenso fraude que pergeñó en 2015: un fraude carente de cualquier tipo de originalidad o iconicidad, que no aporta absolutamente nada a la mitología de Star Wars, y que por repetir repite hasta los planetas de siempre sin hacer otra cosa que cambiarles los nombres. Esto, junto con la lamentable banda sonora de John Williams (que sólo mejora cuando tras mucha escucha desesperada te das cuenta de que el tema de Rey es una joyita, y que la marcha de la Resistencia está ahí ahí), redunda en otro hecho indiscutible que imbrica directamente con el nuevo Hollywood que en los próximos años nos tendremos que comer acompañado de salsa de yogur: este absoluto e irremediable déficit de creatividad, de novedad, de ganas de hacer cosas que no hayamos visto antes.
   Es por todo esto, creo yo, por lo que El despertar de la Fuerza es una puta mierda. Y ni siquiera me ha hecho falta emplear el término nostalgia.


A favor.
Ahora bien, hace lo que parecen siglos comentaba (felicidades a todos los que hayáis conseguido llegar hasta aquí, el siguiente paso en nuestra relación es el sexo) que la clave fundamental de Star Wars, por encima de otras como la fe, la fantasía, la riqueza de su universo, lo vintage, las familias disfuncionales, o la eterna lucha del bien contra el mal, es la estupidez bien entendida. Una estupidez que nace de un fervor que va mucho más allá de lo religioso, que forja comunidades y que se da de bruces con ese temido sentido crítico que tanto me dolió que aflorara durante la primera proyección de El despertar de la Fuerza. El caso es que fui a verla una segunda vez. Doblada. Con una voz lamentable para Kylo Ren, y con el mejor guiño a Una nueva esperanza perdido en los albores de la adaptación. La experiencia fue realmente interesante.


   Fui a verla, como comentaba. en compañía de tres amigos tanto o más frikis que yo y que, desde luego, odiaban El despertar de la Fuerza con aún más rabia que yo. ¿Por qué íbamos a verla de nuevo, hay quien se preguntará? Pues porque somos imbéciles, y he aquí el punto. Somos tan imbéciles que a todos menos uno le gustó más esta segunda vez. Salimos de ver la peli comentando lo mucho que lo habíamos flipado con la persecución del Halcón Milenario, los Ala X rozando el agua, y el duelo con espadas láser (sí, incluso esto mejoró). En vez de hacer más hincapié en las numerosas cagadas que contiene la película, y en lo ofensiva que era para todos nosotros (sí, también amamos las precuelas), preferimos elucubrar posibles identidades para Rey, o preguntarnos que sería de nosotros sin Han Solo. Teníamos claro, en efecto, que veríamos el Episodio VIII, y que ojalá que se estrenara ya el año que viene. O a la semana próxima.


   Star Wars es más que una película. Bueno vale, eso es una obviedad. Star Wars es más que cine de entretenimiento. Es más que cine, a secas. Osea. Star Wars es todo aquello que debe ser el cine, no únicamente como espectáculo, sino también como experiencia, liturgia, ventana desde la que soñar. También es un producto comunitario, comentado y debatido por un grupo de fans que se sienten familia entre ellos aunque los separen kilómetros de océanos, globalizaciones dispares y guerras. Es, pardiez, una razón para vivir, un motivo por el que no apagar el mundo si a cambio puedes ver una de esas pelis por la tele (justo ahora concluía El retorno del Jedi). No es sólo nostalgia, aunque de eso haya mucho y Disney lo haya comprendido tan bien, porque la nostalgia es la de una dicha que se ha perdido, y nosotros nunca hemos perdido Star Wars. Por eso volvimos al cine, y lo hicimos sin saber exactamente si lo hacíamos con la intención de regodearnos en nuestro odio consensuado, o de simplemente darnos otra vueltecita por una galaxia muy, muy lejana. No nos lo planteamos. Lo único que queríamos, al salir las letras amarillas sobre el firmamento, era volver a aplaudir.


   Como Star Wars es todo esto, y más cosas que no he atinado a explicar, es absurdo atacar la última entrega con objetividades sólo porque con la edad y la vida nos hayamos hecho más listos y hayamos visto más pelis guays y tontadas del estilo. Objetivamente, El despertar de la Fuerza es una puta mierda. Pero, objetivamente también, es Star Wars, y justo ahí acaban todas las certezas.
   En esto me gustaría dirigirme a los amantes de las precuelas que, es de suponer, son los mismos que tan atinadamente han visto todas y cada una de las flaquezas que el Episodio VII atesora. Lo sé, gentecilla. El despertar de la Fuerza no es buena. Es basura espacial. Los Episodios I, II y III eran superiores, más honestos; con sus fallitos, vale, pero tenían algo que contar, y lo hicieron tan bien como pudo permitir tener un George Lucas tan reacio a trabajar en equipo. El último episodio es un insulto para los seguidores fieles. Un mojón que si colocas más arriba en tu ránking que El ataque de los clones es que tienes un grave problema de percepción. Pero mi pregunta es, y qué. No os ha gustado, vale. Tenéis buen criterio. Tenéis toda la razón. Siendo así, es posible que os atormente saber que hay gente a la que El despertar de la Fuerza le gusta. Gente que tampoco pilota mucho, gente que lo mismo se ha apuntado a la moda a últimos de año; gente, atención, que la única peli de Star Wars que ha visto en su vida ha sido ésta. Niños, quizá. Niños que se han asomado por primera vez a este maravilloso mundo, y que no han tenido Una nueva esperanza para comparar. Tampoco La amenaza fantasma.


   Mi reflexión final es que dejemos que disfruten en esa ignorancia que una vez fue la nuestra, y nos hizo tan dichosos. La que nos permitió disfrutar de las precuelas, y la que también consiguió (porque en este caso tampoco hay demasiadas objetividades que valgan) que nos empapáramos de la trilogía original como quien bebe del Santo Grial y los años no pasan ni duelen. Mi consejo es que no seamos egoístas y pretendamos que toda esta ingenuidad, esta estupidez, nos pertenezca únicamente a nosotros. Mirad las cifras. Semejante taquillazo indica que ahora mismo en el mundo hay más gente a la que le gusta Star Wars que nunca. Eso, sencillamente, no puede ser malo.
   Nuestro momento, amigos, hermanos, ya ha pasado. Pero la Fuerza nos acompañará siempre, y ésa es la única certeza que necesitamos.