jueves, 21 de enero de 2016

Psicoanálisis de un dependiente de videoclub, Parte 2: Fin de terapia


Cuando Django desencadenado llegó a los créditos un servidor sintió un gran vacío por dentro. No era uno provocado por la vergüenza y el estupor que le habían causado aquellos últimos veinte minutos, ni tampoco el que habría despertado una película simple e impepinablemente mala como Death Proof (y que podía haber sido doloroso por tratarse de mi amado Quentin Tarantino, claro, pero que tampoco daba para mucha reflexión). No. Este vacío era el de los peores. De los que te carcomía por dentro y te movía a una reflexión desesperada cual engañosa penicilina, y que acababa contigo preguntándote si realmente el chico de Knoxville merecía tanto entusiasmo y reverencia cada vez que sacaba peli. Django desencadenado no podía ser más tarantiniana, y al mismo tiempo y casi inextricablemente, no podía estar más vacía, ser más estúpida, erigirse como mayor monumento a la autocomplacencia y la masturbación. El problema no estribaba, empero, en que Django desencadenado fuera todo esto, sino en que igual también lo era la totalidad de su filmografía, y yo no me había dado cuenta hasta ahora. 
   Y qué queréis, llevar engañado desde Reservoir Dogs era mucho tiempo, muchas horas perdidas, muchos irrenunciables placeres cinéfilos que ahora, de pronto, amenazaban con haber sido puestos al servicio de la más abismal nadería. Fue entonces, en el momento en que Django desencadenado desaprovechó la enésima oportunidad que tuvo el director de hacer algo medianamente serio, cuando me di cuenta de que este señor era todo un cabeza de chorlito. Un tío cuyo febril entusiasmo por todo lo que oliera a celuloide lograba que se permitiera una mínima pizca de respeto, pero que por debajo de todo este romántico entusiasmo sólo te quedaba la silueta temblorosa de un niño gordo, granujiento e ignorante al que le gustaba hacerse pajas con los pinreles de las señoras que iban al videoclub. Es éste el principal motivo, y no otro, de que Pulp Fiction sea la película preferida de los adolescentes de todo el mundo. Éste fue el motivo de que, durante gloriosos años, también fuera la mía; gloriosos años en los que nada parecido a un criterio serio y documentado ensombreció mi espíritu, gloriosos años de desenfreno que muy probablemente hoy, entre 2015 y 2016, en el díptico de la autoconsciencia, el tiempo en que Star Wars se ha alejado de mí para no volver, concluirían de modo definitivo.


   Por todo esto, Los odiosos ocho ha sido la sorpresa más agradable que Tarantino me podía haber dado nunca. El cachete más suave de "que te lo habías creído, nen". La sonrisa torcida más siniestra y radiante que jamás me podía haber dedicado. La película, maldición, que tenía que haber dirigido justo después de Malditos bastardos por suponer el siguiente paso lógico a la que es, y supongo que será por siempre y no es cuestión de contradecir a Brad Pitt, su obra maestra. Los odiosos ocho me ha permitido recuperar el entusiasmo, ser de nuevo un adolescente pajillero que se ríe como un lerdo de cosas altamente inapropiadas, y reencarnarme en ese bendito ignorante para el que todo lo que mola está bien porque mola y está bien. Y no porque Los odiosos ocho vuelva a transmitir esa autenticidad que en las primeras películas de Tarantino impedía que nos internáramos más allá del umbral del bosque (esa autenticidad, asumámoslo, está perdida sin remedio) sino porque el director, tras años de ruidosa pubertad, por fin ha conseguido hacerse mayor al ritmo de sus seguidores. Y el cambio le ha sentado furiosa, odiosamente bien.
   Como tipo maduro que es y que empieza a ampliar sus inquietudes intelectuales Tarantino ha descubierto la ironía, y acaso para protegerse del mundo y de aquellos desalmados a los que no les consiguió colar Django desencadenado, se ha valido de ella para canalizar su permanente entusiasmo y bañar su octavo filme en la constante y gratuita paradoja. Vuelve a la carga con un western, y resulta que, al igual que el southern Django, es el trabajo menos western de su filmografía. Consigue por fin trabajar con su ídolo Ennio Morricone, y en lugar de exigirle la esperable banda sonora de silbiditos y epicidad mediterránea, le da el visto bueno a un soundtrack de corte gótico y deprimente que, gracias a las particulares características del proyecto, es químicamente imposible que llegue a cautivar. Por último no ha podido idear el asunto de modo más majestuoso, con formato 70 mm y obertura e intermedio musicales, para no sacar la acción de una puta cabaña cutre. Y uno, ante tal sarta de despropósitos, se vuelve a hacer la pregunta que todo seguidor de Tarantino se ha hecho tarde o temprano: ¿genialidad, o gilipollez?
   No estoy en disposición de contestar satisfactoriamente a eso porque, como se habrá podido intuir, Los odiosos ocho no ha podido gustarme más. Creo que tampoco es necesario tener una respuesta tajante, porque el ingenio madurado que Tarantino ha depositado en su último trabajo va mucho más allá de lo meramente estético. Si en Django desencadenado el de Knoxville abrazó abiertamente tanto su carácter de demiurgo de pastiches como su gustosa inmolación al servicio de la caspa y el VHS sin devolver, en Los odiosos ocho ha dado un salto de gigante (no tanto si hubiera tomado impulso desde Malditos bastardos, insisto) al tomar por primera vez conciencia de otra faceta suya, siempre existente pero nunca explotada del todo: la de engañabobos.


   De este modo viene ocurriendo que Los odiosos ocho es la farsa más grande jamás filmada, o al menos la de mayor duración. Y es una farsa perfecta no sólo por la inteligencia y cálculo con la que ha sido tejida, sino por la docilidad y buena disposición con la que (casi) todos han, hemos, caído en ella. Quentin Tarantino ha escrito su guión mejor ensamblado y más genialmente rematado con motivo del trabajo que a buen seguro menos le ha entusiasmado afrontar de todos (incluso menos que Jackie Brown, cuya materia prima ni siquiera era suya): un panfleto nihilista y asfixiante que no juega limpio, que tiene más cerebro que corazón, y que podría suponer el final perfecto para su filmografía por simbolizar justo el momento en que nuestro hombre ha terminado de conocerse mejor a sí mismo. Los odiosos ocho es tan consciente de sí misma que durante la primera hora y media no hace más que mirarse el ombligo, ensimismada, regodeándose en su hipnótica intrascendencia; para luego estallar en una segunda hora y media orgásmica no porque eso que podemos llamar argumento nos lleve con naturalidad a ella, sino porque es lo que toca.
   Tarantino ha tomado plena conciencia de lo puto amo que es perfeccionando del todo esa técnica que antes llamábamos genio, y que ahora nos tiene tan acojonados que no sabemos ni cómo llamarlo. Sólo podemos abrir mucho los ojos, reír a carcajadas, gritar SEEEEEH, levantarnos del asiento, aplaudir, cuando nos sorprenda con la boutade de turno que no debería sorprendernos pero que, coño, lo hace. Para esto no hay que confundir conceptos: se precisa del mejor director y guionista del mundo mundial para lograr lo que Tarantino logra en esa segunda hora y media de Los odiosos ocho, y podemos apostar el culo a que Tarantino lo es. Esa manera de manipularnos tan inteligente que aunque la advirtamos nos da igual, sarna con gusto no pica; de llevarnos exactamente adonde quiere cuando quiere, de darnos gato por liebre y de introducir segmentos sin sentido ninguno porque sabe que nosotros sabemos que es inútil quejarse. ¿Exceso? ¿Irrelevancia? ¿Egocentrismo? Esto es lo que ha sido, es y será Tarantino: lo tomas o lo dejas. Y en Los odiosos ocho, si lo tomas, y no haces demasiadas preguntas, te vas a encontrar un Tarantino en estado puro, salvaje y sobrealimentado. Y vas a flipar.


   Un Tarantino que, por cierto, va tan sobrado que hasta se toma la libertad de ponerse político. En serio. Aunque no asustarse, el director sabrá mucho de lo suyo pero desde luego no es un Scorsese (ni siquiera un Spielberg), y la presumible crítica política que esgrime Los odiosos ocho se reduce a una documentación apresurada de lo que fue la Guerra de Secesión vía Wikipedia, a los sempiternos "niggas", y a un diagnóstico final extremadamente tópico que de tan frívolo y ruidoso casi podría pasar por otra vacilada de las suyas (muy posiblemente lo sea), pero que basta para concedernos una de las mejores y más redondas escenas de clausura del cine reciente. El de Knoxville es un borrico, y por ello tampoco deberíamos tomarnos la misoginia recalcitrante de la que el argumento hace gala como una jocosa reacción a los ominosos tiempos de corrección política en que vivimos: el colega sólo quiere incordiar, pero sí quieres ver algo más en ello adelante, Los odiosos ocho te parecerá aún mejor de lo que ya es.
   Por lo demás, lo que ya os imagináis. Gente hablando, hablando, hablando sin parar. Suspense llevado de manera modélica y prolongada verbos mediante durante horas. Dirección dionisíaca. Meadas fuera del tiesto susceptibles de ser disfrutadas una y otra vez por separado (las vomitonas, Channing Tatum, el ahorcamiento... y, ni que decir tiene, la escena de la mamada). Violencia gore y caricaturesca. Actores que sólo son tan buenos cuando los dirige el de Knoxville (Samuel L. Jackson demostrando el máximo nivel de Samuel L. Jacksonidad que podrá alcanzar en toda su vida, Kurt Russell prodigioso, mefistofélica Jennifer Jason Leigh, lánguido y triste Michael Madsen, Tim Roth en busca del Oscar fácil imitando a Christoph Waltz, Bruce Dern con un papel del que sólo me sale emitir un mudo despolle). Porquesíes. Escenas que no aportan nada. Porquesíes a tutiplén. Desajustes temporales gratuitos. Y más porquesíes aún. ENTRETENIMIENTO, DIVERSIÓN. Y más sublimeidad. Más awesomidad. Más molaridad. Casi que sólo nos falla, un poquitín, sofocada por tanto diálogo, la banda sonora... y ah espera, que tampoco. Eso que suena al final es Roy Orbison. Y el testamento de Ennio Morricone. Y del spaguetti western, y de Leone. Y del cine actual, que se lamenta de no tener la más mínima posibilidad de ser llamado clásico en el futuro.
   Porque esto es Tarantino. Quien lo probó lo sabe.

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