sábado, 9 de enero de 2016

Joy, o la película feminista a la que le faltaron pelotas


Lo mejor de Joy fue cuando, momentos antes de acudir a verla, se me preguntó de qué iba, y yo con total sinceridad hube de contestar que "de la tía que inventó la fregona o algo de eso". Todavía mejor fue cuando, apenas un segundo después, apostillé que tenía muchas ganas de verla, con un entusiasmo que tenía poco de irónico.
   Los motivos de esta pose eran únicamente dos, dos nombres con apellidos: Jennifer Lawrence y David O. Russell. Trabajando juntos, de nuevo. Trabajando juntos, encima, en una peli de argumento tan rocambolesco como el esbozado (en realidad Joy Mangano inventó la Miracle Mop, o la "fregona que se escurre sola"). ¿Cómo podía ser mala una película así? Osea, vale, lo mismo era mala. Muy probablemente. ¿Pero y lo divertida y bonica que tenía que ser por narices, qué?
   El fenómeno de Jennifer Lawrence es uno del que poco se puede decir que no se vea a simple vista: es una celebridad, una gran actriz, una cachonda mental que entiende a la perfección el nuevo star-system (sabiendo exactamente cuántas caídas tontas necesita para asegurarse el TT quincenal), y en resumen una persona muy inteligente que ha conseguido sobreponerse a que todo cristo la viera en cueros para abanderar al mismo tiempo una cruzada feminista muy calculada y superficial en pos de la igualdad de salarios en Hollywood. Con todos estos factores, más cierto vídeo viral en el que J-Law aparecía nuevamente con las bobinas al aire mientras las meneaba y decía "My boobs are blind, where am I going?", como para no besar el suelo que pisa y verse religiosamente todas las pelis de mierda que haga.
   El fenómeno de David O. Russell, por otra parte, es menos glamuroso, pero igualmente divertido. Ese tipo que consiguió que George Clooney (ya sabéis, la persona más enrollada y agradable del mundo mundial) quisiera partirle los morros durante el rodaje de Tres reyes, que puso cara de "¿quién coño es esta vieja?" cuando Emmanuelle Riva le quitó el BAFTA a la Lawrence por Amor, y que machaca sistemática y psicológicamente a sus actores durante cada rodaje (los escotazos de Amy Adams lucen ahora trágicos y misóginos). Ese total, completo, y perfecto gilipollas, al que tanta gente y con tanta razón odia, y cuyas películas sólo parecen malas cuando las comparas con el ridículo número de nominaciones que atesoran. Ese niño mimado de los académicos de Hollywood que ha visto truncada su racha con Joy. Con un argumento de las características enunciadas. ¿Quién se imaginaría algo así?

¿Recordáis esa escena de La gran estafa americana en que la Lawrence bailaba Live and let die? No podía molar más, y al mismo tiempo ser más imbécil. Ahí está un poco la clave de todo.

   Lo cierto es que, para el que esto suscribe, O. Russell es un cineasta enormemente divertido y disfrutable, aunque quizá no de la forma que él se cree. Sus películas, y Joy no es una excepción, son todas circos hinchados y excesivos en los que la estupidez y la histeria se abrazan durante un frenético baile al hilo de temazos rock de las décadas doradas. Por si fuera poco, O. Russell es tan admirador de Martin Scorsese que se propone no sólo imitarlo en cuando a recurrir indefectiblemente a Robert De Niro para que le saque las castañas del fuego, sino para cualquier decisión de realización y montaje que tras el pericazo de rigor pergeñe. Lo único más o menos genuino de este señor, este artista posmoderno, este cantamañanas, es un humor tontorrón y excéntrico que cuando funciona (las menos de las veces) es una genialidad y cuando no lo hace provoca una total vergüenza ajena, agravada por guiones donde el argumento siempre parece lo menos importante de todo, y tamizada medianamente por el cuidado que siempre deposita en el diseño de personajes patéticos y, por tanto, entrañables. Eso es O. Russell. Eso ocurría en El lado bueno de las cosas, con algo más de mesura y chispa; eso ocurría en La gran estafa americana, con algo menos; y eso ocurre en Joy, que sí, es con diferencia su filme más flojo,y con tanta claridad que ni siquiera los Globos de Oro, que de circos ególatras saben un rato, le ha querido dar más de dos nominaciones. 

A J-Law tampoco le acabó de convencer El despertar de la Fuerza (esta vez sí que es la última, lo juro lo juro)

   Y es una lástima eh. No por O. Russell, que si mañana aparece con esas penosas gafas scorsesianas clavadas en la laringe a nadie le importará un carajo; ni tampoco por Jennifer Lawrence, que va a seguir siendo la actriz más importante del mundo durante cinco años más mínimo, sino por la película en sí. Joy podría haber sido algo grande. Podría haber sido la típica fábula sobre el sueño americano llena de inyecciones de motivación, exaltaciones individualistas y momentos "fuck yeah" que tanto asquete daría ver en España, y podría haber sido una fábula bien contada, bien actuada y con momentazos de órdago. Y sin embargo, al final es una fábula tan bluff que ni siquiera te permite extraer una moraleja que no sea deprimente.
   El problema fundamental de Joy es que parece avergonzarse de la historia que cuenta, como si David O. Russell, aun desde su proverbial torre de marfil, fuera consciente de que la vida de una señora que inventó la fregona que se escurre sola y se convirtió en la reina de la teletienda no es digna de una buena película (o de una película que gane premios, por lo menos), y quisiera convertirla en algo que no es. Da igual que la vida de Joy Mangano fuera una tragicómica pero optimista historia de superación con el siempre atractivo toque feminista; O. Russell ansiaba también profundizar en la soledad del ser humano, lo restrictivos y problemáticos que pueden llegar a ser los lazos familiares, o lo podrido del sistema, y así tener cancha para realizar un nuevo Padrino. Tal cual. Homenajeando a su manera (esto es, fotocopiando) escenas y diálogos enteros.

"Sí, al final le pude quitar el BAFTA a la puta vieja esa. Bien por mí"

   Así, la película empieza realmente bien, con un par de personajes carismáticos al margen de la sufrida protagonista (su ex-marido y su hija, deliciosos), un ritmo muy bien llevado, y una Jennifer Lawrence pletórica. Entre sus desgracias diarias y su horrible y machista familia la cámara muestra de tapadillo que la prota es inventora y quiere hacer grandes cosas, y todo sucede muy porque sí, pero muy divertido. La banda sonora, como también viene siendo habitual, es espléndida en su saqueo despiadado de las hemerotecas (Bee Gees, Rolling Stones, Ronettes, para qué queremos más), y el humor y la emotividad desfilan sin estorbarse el uno al otro, en perfecta sinergia (apenas nos da tiempo a tirarnos de los pelos por las injusticias que le suceden a Joy cuando hemos de volver a reírnos despreocupados por lo espantoso que está, en su línea, Robert De Niro). Más o menos a la mitad de la película, sin embargo, a O. Russell toda esta humildad costumbrista acaba por darle miedo, y decide ponerse a mear en dirección diametralmente opuesta al tiesto. Los diálogos empiezan a ser evidentes y maniqueos, las elipsis a ser bruscas e innecesarias, los actores a sobreactuar (sin que tengan demasiada culpa de ello)... todo es, de pronto, una farsa enorme y mal explicada, y las aventuras de una tipa normal y corriente que se pone nerviosa ante las cámaras se convierten en J-Lawnator con el pelo mal cortado y Ray-Bans marchando bajo la nieve con lo que parece ser una recortada bajo la gabardina. Lo único familiar, de pronto, es esa vergüenza ajena tan propia de la filmografía del director que parecía haber estado hibernando hasta ese momento, y que una vez ha despertado lo ha hecho con toneladas de hambre y ha exigido que la escena de cierre de Joy fuera deliberadamente horrible y prematura. Y la película acaba, y sigues sin saber dónde puedes comprar la dichosa fregona.

Aquí Robert De Niro en la única milésima de segundo de la peli donde no pone cara de Robert De Niro. ¿Ya he pedido antes por aquí su jubilación con eutanasia incluida, verdad? Pues eso.

   Queda entonces preguntarse por qué quiso llevar el director la vida de Joy Mangano a la pantalla si sabía que no tendría huevos para ello, así como por qué la Lawrence, después del previsible caramelo que le supuso interpretar a la prota, va a seguir queriendo trabajar para él. Mis hipótesis ante esto último van desde lo tróspidamente sexual hasta lo más puramente empresarial, y concluye con nuestra chica pensando que lo mismo es hora de emprender caminos separados de una vez por todas. Habrá que ver entonces qué carrera se va a la mierda antes, y quién es el ingenuo que cree que no será la de David O. Russell.

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