martes, 30 de septiembre de 2014

Lo que no dormí en San Sebastián, Parte I. La Isla Mínima


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Resulta que un servidor viene de asistir durante diez extenuantes jornadas a ese memorable evento cinematográfico que es el Festival de San Sebastián, Festival, por si no lo sabíais, de Categoría A (una A mayúscula que, para qué nos vamos a engañar, no garantiza que se hayan esmerado en un hipotético filtro para las mierdas) y como tiene un blog en el que habla de cosas, ha tenido a bien escribir sobre ello. No estaba muy seguro de cómo, aclaro, pues cuando acudió a las vascongadas carecía de portátil, aifóns, smarfóns o de cualquier otra alternativa de conexión internáutica, y no pudo informar, por tanto, de las cosas que allí le acaecieron. A falta de crónicas contemporáneas, y una vez de regreso al hogar, este sujeto que tan ladinamente se trata en tercera persona se preguntó cómo podría dar cuenta de sus aventuras a sus copiosos seguidores (o a su madre, que le pidió una foto con Antonio Banderas) una vez inhabilitado el factor de la novedad y la inmediatez, y, finalmente, abrigó una conclusión. Esto es, voy a criticar las pelis atendiendo a un criterio puramente oportunista, arbitrario y, en cualquier caso, imprevisible. No van a caer todas, porque he visto muchísimas (y muchísimas de ellas mojones como pianos de mangitud holocáustica), pero sí aquéllas de las que creo que merece la pena hablar, en unos u otros términos. Empecemos, ya que fue estrenada hace cuatro días para solaz de aquellos pobres desdichados que no van a festivales, por La Isla Mínima.
   La película de Alberto Rodríguez ha sido estrenada en una fecha que bien podríamos calificar, a priori, de desafortunada, cuando aún un  porcentaje significativo de la población tiene fresca en las retinas aquella peazo serie llamada True Detective, y la noción de plagio lo sobrevuela todo así como muy tóxicamente. Aun cuando el guión de La Isla Mínima fuera redactado antes del estreno de la serie, y quiera abanderar cierta españolidad ambientando la movida en plena Transición Española (cuando aún molaba decir cosas como "grises", "rojos" y demás colorines de excepción) las coincidencias son demasiadas, y demasiado jugosas como para no reparar en ellas. Dos detectives de caracteres diametralmente opuestos, una serie de siniestros asesinatos, una atmósfera malsana, unos vastos pantanos como testigos de las sucesivas tragedias (Nueva Orleans en el caso de los gringos, las marismas del Guadalquivir con el calzón ibérico)... ah, y sí, casi se me olvida, una completa y total sobrevaloración de cada uno de sus componentes.

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"Que sí, que me bajé el capítulo anoche y Matthew McCounaguey levantaba la pipa justo así"
 
   No es momento de hablar aquí de lo chufa que me pareció True Detective, más que nada porque en este otro lado podréis hallar una descripción pormenorizada de los motivos de su inherente chufeidad, pero sí de seguir jugando la baza de las comparativas para fusilar como en pocos lados veréis el último gran pelotazo del cine español. Todo lo malo de True Detective se repite en La Isla Mínima, e incluso empeora desembocando en unos niveles bochornosos e irritantes, como, por ejemplo, cuando descubres la dolorosa incapacidad que tiene el guión de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos de construir unos personajes, si no complejos, sí medianamente coherentes. Donde la relación de Rust Cohle y Marty Hart, sin bastar para levantar uno show somnífero, pretencioso e hinchado, sí consigue entretener, diferenciar los caracteres e incluso llegar a ser emotiva, las interacciones entre Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez fracasan estrepitosamente. No porque los actores lo hagan mal, claro, aunque Raúl Arévalo ya empieza a cansar con ese rollo intensito del que siempre va (como ocurre igual con, tatachántachán, Matthew McCounaghey), y el galardonado con la Concha de Plata Javier Gutiérrez poco puede hacer con la incoherencia andante que le ha tocado en gracia. Suma a este cúmulo de desgraciados despoprósitos una subtrama franquista que no hay por donde cogerla y unos diálogos de juzgado de guardia (especialmente esperpéntica la escena con el Yes sir, I can boogie de las Baccara de fondo), y obtendrás una de las grandes fallas de La Isla Mínima, una que, por supuesto, sólo yo y unos cuantos intrépidos del Jurado Joven han logrado desentrañar.

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Aquí, uno de los dúos con más posibilidades de salir en la segunda temporada de True Detective
   Que los personajes fueran meras comparsas no resultaría tan desolador si la trama policíaca fuera un poco así presentable, o se entendiera, o tuviera algún mínimo sentido. No es el caso. Como ocurría en True Detective, y como tan bien los guionistas han sabido copiar (vale, lo escribieron antes, pero yo qué sé, me estoy calentando), la susodicha intriga se compone de una multitud de efectismos al cual más disparatado que empieza con un Antonio De la Torre perdidísimo, se desarrolla en un pueblo donde todos colaboran con la justicia haciendo gala de una diligencia admirable y de una total asimilación del espíritu de la Transición, y acaba con el Jesús Castro este de los cojones. Ya sabéis, el de El Niño, el nuevo Paul Newman, el flamante estudiante del Grado Medio de Electrónica. Aquí, bautizado con el elocuente nombre de "El Quini", y protagonizando unas escenas en las que va con la Vespino a buscar a unas crías al cole para beneficiárselas en el cortijo de su tía que en nada tienen que envidiar en surrealismo rural a, qué sé yo, José Luis Cuerda. No voy a descubrir América si os revelo que el amiguete vocaliza menos que el Pato Donald y que sabe de interpretar lo que sabe mi pene (y os hablo de un pene que no participa en películas porno, todavía), pero al menos le concederé que protagoniza una escena que no está nada mal (en la cual, alerta spoiler catártico, le miden el lomo pero bien). Alrededor del final, más allá de descubrir por fin por qué carallo la isla mínima del título, la resolución del misterio es estúpida y peca de lo mismo que pecaba el final de, nuevamente, True Detective, esto es, del síndrome de traértela absolutamente floja quién ha resultado ser el culpable.

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"Ci ez que no ce pué cer máz currete, illo"

   Al margen de un guión que hace más aguas que las que tienen las marismas del Guadalquivir (no me pude resistir) y del guapito de cara este, casi todo en La Isla Mínima es, atención, de 10. De un 10 como una catedral, del que puedes decir, exponiéndote a la hostilidad (justificadísima) de tus semejantes, "ahivalahostia, la peli está tan bien hecha que no parece española". Alberto Rodríguez, dejando de lado su discutible oficio en la configuración de guiones que no sean excrementos, es un maldito genio de la realización, y ostenta el mérito de haber presentado en San Sebastián la peli mejor dirigida que he tenido oportunidad de ver dentro de su certamen (que no se llevara la Concha de Plata por lo suyo, empero, no me molestó en exceso; ya hablaremos próximamente de un tal Carlos Vermut:). Todos los aspectos técnicos de La Isla Mínima rezuman grandeza, desde esos bellísimos y quenipintados planos aéreos que introducen cada acto hasta la elegantísima planificación de las escenas de acción o de las escenas en general (fascinantes los movimientos de cámara que acompañan a los protagonistas mientras persiguen a los malosos, le pegan a la gente por diversos y cada vez más frágiles motivos, o simplemente se echan un piti). Por no hablar de la secuencia de la persecución automovilística por el pantano, un prodigio escénico que entra desde ya en una presumible lista de las 5 mejores persecuciones de la Historia del Cine que yo, hoy por lo menos, no me molestaré en manufacturar.
   En resumen, ¿hay que ver La Isla Mínima? Si te molan palabras como "travelling", "plano secuencia", "fotografía", "ambientación" o "Truman Capote", sí, sin duda, y además pagando para ser buen ciudadano y honrar la marca España. Si en vez de eso te mola el cine negro bien contado o, yo qué sé, las buenas películas así en general, desde luego, ni hablar. Aunque bueno, ¿qué sabré yo? A mí no me gustó True Detective.