miércoles, 12 de noviembre de 2014

2001 para dummies

La nueva película de Christopher Nolan se llamaba Interstellar y trataba de agujeros de gusano. No obtuve información mucho más detallada, o reseñable, en los uno o dos años que el hype fue tomando forma, ni mucho menos una que no me hiciera abrigar ciertas inquietudes en cuanto al siguiente paso del que bien podría ser el realizador más talentoso y completo de su generación. Sí, aparte iba a estar ambientada en un futuro postapocalíptico, la cosa iba de buscar nuevos planetas en los que echar raíces, y la protagonizaría Matthew McCounaghey. Como yo tampoco tenía la menor idea de lo que eran los agujeros de gusano ni de si se podían comer, y además resultaba que de pronto Matthew McCounaghey salía en todas las películas, el hype que antes reseñaba fue tomando consistencia a una velocidad muy lenta, o en todo caso mucho más de lo que en la filmografía nolaniana se acostumbraba. Lo que sí que hubo de sorprenderme en este uno o dos años fue el descubrimiento de que existían "antinolanistas", de que incluso un buen número de ellos cabalgaba por Internet y ponía al director británico a parir indiscriminada e impunemente. El género humano volvía a sorprenderme, y volvía a hacerlo para mal.

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   A expensas de mi proverbial brevedad de miras, ¿cómo es posible, en nombre de lo más sagrado, que existan "antinolanistas"? ¿Cómo es posible que haya gente tan obtusa, tan irracional, tan maligna? ¿Quién tiene tiempo y ganas de odiar a Christopher Nolan? Yo me hacía estas preguntas sin dar crédito, a bruces contra la circunstancia de que, por lo visto, al director de Memento o se le odiaba o se le amaba, sin término medio. ¿O se le odiaba o se le amaba? La sangre me hervía y el corazón plañía enternecido, mientras leía los aspectos que más se le echaban en cara a Nolan y que podían, en un vago y renuente suponer, llegar a provocar que la gente le odiara. No dejaba de estar de acuerdo en muchos de ellos, pero de ahí a algo tan visceral como el odio hay un recorrido muy largo y penoso que hay que tener muchísimas ganas de efectuar, y de dejarse la sensatez por el camino. 
   Llegó la hora en que Interstellar llega a nuestras pantallas, y en la que los sucios y perrofláuticos haters habrán de ir en manada a verla, como todos los (espero) demás. Hay que ver lo que se critica, eso dicen, y en mi furor, pese a todo, no logro entender cómo podrá haber gente en el mundo a la que no le guste Interstellar. Por muy haters que se autoproclamen. Es algo que sencillamente se me escapa y que espero nunca alcanzar, mientras veinticuatro horas después de haberla visto sus imágenes perviven en mi impresionable memoria, sus diálogos acuden a mis labios como perlas de una sabiduría tan arrogante como cercana y pura, y el amigo Matthew McCounaghey me confía con su voz cascada que hasta la sobreexposición y el autobombo pueden ser derrotados por un talento genuino. Esto es Interstellar, amigos, y ésta es una crítica que no será tan grandilocuente y majestuosa como para hacerla justicia, pero que lo intentará. Y en la que, por supuesto, no tendrá cabida alguna hablar de Gravity.

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"-Esto va un caracol y derrap..." "-¿QUIERES CALLARTE DE UNA VEZ PUTO PSICÓPATA?"

   Uno de los peores pecados que hay es la falsa modestia, y ése es uno que ni los más estúpidos o talibanes podrán afearle a Christopher Nolan. ¿Por qué habría de ser modesto un hombre con semejante amplitud de miras, con un límite de talento tan tormentoso y esquivo? Atrás quedaron sus primeros y humildes (y aún así ya el adjetivo era excesivo) thrillers existencialistas, sustentados a la espera del dinero y el apoyo del público en un flujo de ideas inagotable y que haría presagiar, a los benditos que pudieran disfrutarlo recién su estreno, algo en verdad épico. Ya incluso en su cortometraje Doodlebug Nolan mostraba a las claras su intención de jugar con nosotros a su antojo, de llevarnos con insultante facilidad justo donde él quería para luego abofetearnos y hacernos sentir insignificantes ante su genio y figura. Como un sermoneador Aaron Sorkin antes de hacerse el hara-kiri mediático, como un Woody Allen previo a pedir la baja por huelga a la japonesa, como un Pedro Almodóvar reticente de momento al oropel y la gilipollez, la obra de Nolan era pura sugestión, imposible de examinarse con fría objetividad; simplemente, nos trascendía. La vertiginosa Memento, hacedora de jaquecas y metafísicas, constituiría el mejor ejemplo de esto, pero no habría que olvidar las tristemente fracasadas Following e Insomnia, aunque sólo fuera por humanizar al dios y hacerlo prematuramente falible a nuestros ojos.
   Ante el peligro de eternizarme más de lo que lo hará la obra nolaniana en el imaginario cinéfilo, corto en seco el repaso a una filmografía que no hay que repasar sino ver, saborear y felar, y tragando saliva me planto ante una de las obras capitales de nuestra era, ya que de El Caballero Oscuro está todo dicho (y no tan bien como quisiera), y Origen es la mejor película en lo que llevamos de siglo XXI, trilogías anillares aparte. Interstellar.

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Se os ha vuelto a poner dura, lo sé. Perfectamente lógico

   Interstellar es pretenciosa. Nolan ha creado su película bigger than life definitiva, valga la redundancia, y nos lo restriega por la cara a cada momento de su ineludible proyección, ya sea en base a una historia que, sencillamente, no podría prestarse más a la empresa; o a los diálogos que sus protagonistas declaman y hace mejores de lo que nunca seremos nosotros; o al sempiterno par de acordes de Hans Zimmer a más volumen de lo habitual. Interstellar quiere hablarnos de la humanidad como ente, totalidad y protagonista, así como quiere que reflexionemos sobre su naturaleza, lo que le hace ser como es, mientras se regodea en el equívoco envoltorio de blockbuster marca de la casa y nos intimida con los espléndidos efectos especiales y set pièces utilizados para tal fin. No obstante, es la inteligencia, como siempre, su arma más poderosa, acompañada en este caso de algo prácticamente inédito en su filmografía: la emotividad. De cuya ausencia, claro, siempre se hubieron de quejar los antinolanistas. Tomad dos tazas ahora, bastardos.
   Que la humanidad sea la protagonista no ha de coartarle a Nolan el ser más específico, y como siempre es más fácil ponerse en el lugar de Jessica Chastain que en el de los veinte mil tailandeses muertos en el maremoto de turno, en su clarividencia nos planta una relación paternofilial de sencillez y poderío abrumadores, con la que a menos que te hayan extirpado los sentimientos, empatizarás. Y sí, es Matthew McCounaghey el patriarca, arrastrando su voz de yonki, sus histrionismos y sus constantes tics de "Mirad joder que soy el mejor actor del universo y no os habíais dado cuenta hasta ahora", pero aún así, el hombre está realmente bien, y vas a llorar con lo que le sucede a este padre y a su hija. Vas a llorar mucho.

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"¿Por qué, Dios, por qué tienen que hacer una cuarta parte de Toy Story?"

   Otros componentes de la humanidad en los que Nolan se centra para extrapolar como un cosaco son Anne Hathaway, cuyo mayor logro es recitar el monólogo más cursi de la Historia del Cine y salir idemne (y tan guapa y encantadora como suele); Wes Bentley con la cara del tonto de la bolsa de American Beauty, que es de suponer que es la única que tiene; Michael Caine haciendo de Michael Caine con perilla; John Litgow tratando de no parecer Michael Caine; Jessica Chastain limitándose a hacer lo suyo, que es hacerse pasar por la mejor actriz posible durante unos cuantos minutos; Topher Grace en su enésima demostración de por qué nunca debió abandonar That 70` Show; Casey Affleck moviendo una ceja más que la que suele mover su hermano (sólo una más); y un sorprendente Matt Damon. Un reparto de altura, y bastante más equilibrado por cierto que el de Origen (pero quién necesita a más actores solventes teniendo a DiCaprio, ¿verdad?) o el de El Caballero Oscuro. La Leyenda Renace (esta vez nadie incurre en la vergüenza ajena al espicharla, haciéndose cargo de la solemnidad y mística del espectáculo). Un reparto que, de hecho, no es lo mejor de Interstellar.
   Y qué es lo mejor de Interstellar, cabría preguntarse en llegados a este punto, y mi yo de un segundo después de ver la peli prorrumpiría en un exuberante: "¡Todo!" Ese yo ha muerto, claro, en su lugar está la mente fría y analítica de siempre, pero más relajada que de costumbre, y supone que acaso la respuesta sería una confabulación prodigiosa entre guión y puesta en escena, por muy prolijamente maniquea que puediera parecer. El libreto de Christopher y Jonathan Nolan, los nuevos hermanos Lumièrvale, ya dejo de empinar el codo, acumula lo mejor de éstos, tanto en lo respectivo al ingenio como a la ingeniería, y articula una historia tan ambiciosa que se permite ser hasta didáctica; ¿os acordáis de que no tenía ni repajolera idea de lo que eran los agujeros de gusano?, pues dadme un folio y un boli y ya comprobaréis los recién acuñados conocimientos físicos de un servidor. Los Nolan ni siquiera se han permitido caer en uno de sus vicios más feos, que era la sobreexplicación, y todo presenta una artquitectura tan bien medida y calculada (al menos para uno de Letras), que se ofrece aún más arrebatadora cuando es transgredida en pos de una resolución tan catártica como hollywoodiense. Y esto de trasfondo a escenas que por méritos propios pasarán a la memoria cinéfila popular, tales como la persecución por el maizal (en la que Hans Zimmer ya nos grita al oído que no vamos a poder permanecer impasibles), la marcha de McCounaghey del hogar (con un uso del montaje fascinante), la secuencia de las olas y sus consecuencias inmediatas (en las que Nolan se saca el rabo con sendas lecciones de suspense y emotividad), todo lo que ocurre entre McCounaghey y Matt Damon, el modo en que la historia se resuelve (de un poderío visual casi obsceno), o el último plano en el que se resume todo el mensaje de la película.  

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¿Puede existir en el mundo algo más bello que esta imagen? Obviamente no

   Interstellar es algo grande, y lo es tanto que resulta poco menos que insolente ponerle pegas. La película, en efecto, alcanza la perfección gloriosa y sin paliativos, pero sólo es capaz de hacerlo cegando al espectador con fuegos de artificio, lágrimas y una potencia argumental inabarcable, que impiden ver el bosque y hacer otra cosa que emplazar al filme, sin muchas dudas, en el flamante Top 3 de Christopher Nolan (no creo que sea necesario aclarar cuáles son sus otros dos vértices). Llegamos a ser conscientes de lo atropellado del desencadenante, del capricho y efectismo con los que el dire narra dos acciones paralelas separadas por años y kilómetros (teoría de la relatividad, bitch), de lo espantosamente feos que son los diseños de los robots (hay robots, sí, provistos de un sentido del humor que, pese a todo, no le llegan a Hal 9000 al revestimiento de los cables), de lo absurdo de ciertas decisiones de los personajes, de la chufa de subtrama que le ha tocado a Topher Grace o, desde luego, del nulo envejecimiento de Michael Caine... pero nada de esto acaba por importarnos. En lo más mínimo. Es la magia de Christopher Nolan. Su truco final.
   En resumidas cuentas, y sin que quepa la más mínima duda, Interstellar es el 2001. Una odisea en el espacio de nuestra generación. Es un 2001 más simplón, más azucarado y más evidente pero que, por eso mismo, sabe dejarse de tonterías y llegar a lo esencial de un modo que mi querido Terrence Malick (que también se las dio de Kubrick en su momento) sólo llegó a acariciar. Es un 2001 para cuyo disfrute no hace falta ponerse hasta las trancas de ácido ni ser un gafapasta pionero, ni tampoco tender una distancia irónica que lo haga todo más soportable (como hizo un servidor jaleando a los monos to locos). Es un 2001 sin rastro de vanguardia, con aroma a Steven Spielberg, Michael Bay y George Lucas. Es un 2001 para toda la familia, uno del que sentirse orgulloso, porque un ser humano lo ha pergeñado, porque seres humanos lo han hecho posible y lo han compartido, revelándonos en su formidable tour de force parte de todo lo bueno que hay en nosotros, todo lo bueno que al final habrá de salvarnos. En este mundo y en los que vengan.
   Y no, obviamente no es el 2001 que nos merecemos. Qué va. Tan sólo es el que necesitamos.

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