domingo, 30 de noviembre de 2014

Allen Stewart Konigsberg, huyendo conmigo de mí

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Woody Allen ha dicho en repetidas ocasiones que su obra maestra aún está por llegar; repetidas ocasiones que, hasta donde yo tengo memoria, se han dado en el marco del nuevo siglo, bien lejos ya de ese glorioso par de décadas donde las obras maestras le salían como sarpullidos y él, o no era consciente, o sentía demasiada responsabilidad para con su aura de genio torturado y solemne pervertido. Lo que en un artista cualquiera sería una encomiable muestra de modestia, y hasta una exultante promesa para con los años venideros, en un artista como Woody Allen dicha frase, aunque sincera, suena dolorosa, y quizá vertebra la que es una de sus mayores deficiencias como cineasta: el exceso de trabajo y la distracción derivada. Woody Allen ya ha alcanzado, sea cual sea, su obra maestra, de eso poca duda puede caber, y el problema es que no se ha dado cuenta. El problema es que se ha obstinado en perseguir una quimera que le va a acabar matando de fatiga, y a nosotros a disgustos.
   La película de la que el genio neoyorquino más orgulloso se siente, según ha confesado reiteradamente, es La rosa púrpura de El Cairo, y es una que, dentro de sus discretos (discretísimos) valores cinematográficos, da buena cuenta de la búsqueda sionista de su director, siempre en pos de una obra que acabe finalmente por trascenderle y se eleve de ese pozo de mediocridad y tristeza suprahumanas al que se ve abocado, y del que sólo sale de vez en cuando para decir que bueno, que no es para tanto, que podía ser peor. El Allen que se muestra optimista sin ambages es el peor de los Allens posibles, porque es el más falso, es el que se autoengaña, es la sesión de psicoanálisis que te reconforta en el momento para luego en casa volver a mirarte las venas de la muñeca con canina avidez. Esta dualidad le ha caracterizado desde que llegó a la conclusión de que no podía seguir dando la impresión de ser completamente feliz, y abandonó ese maravilloso humor absurdo que caracterizaba sus inicios. Toma el dinero y corre o El dormilón son obras maestras, pero no obras allenianas. Son obras de las que Allen podrá sentirse orgulloso porque por un momento, en su escritura, creyó ser feliz. Cuando no lo es. Él lo sabe, pero se tortura pensando que alguna vez podrá serlo, y en función a ello ha construido una obra cinematográfica inconmensurable, uno de los tesoros de la civilización occidental, y una terapia cara de la hostia.
   Llega a las pantallas con considerable retraso uno que, desde antes de que se pusieran a rodar, es un Allen menor, un nuevo divertimento, un nuevo panfleto de sus obsesiones despojado de mordiente. Después de la ambigua y despersonalizada Blue Jasmine, el director vuelve a la comedia romántica, a intentar alegrarse un poco y perseguir la luminosa obra maestra que nunca conseguirá, mientras su intento es percibido como forzado por un espectador, que soy yo, al que Allen no consigue engañar, el mismo que no encontró el más mínimo consuelo en el discurso del filósofo alemán al final de Delitos y faltas
   Protagonizan Colin Firth, que de tanta pluma y elegancia como tiene resulta hasta violento, y Emma Stone, la enésima musa del genio que, por esta vez, tiene alguna idea de actuar. Los dos están encantadores, tienen química, hablan y hablan en el marco de diálogos tan deliciosos como explícitos, y se enamoran a la luz de la luna, como no podía ser de otro modo. Por el camino se deja de lado la sutileza y la práctica totalidad de la mala leche alleniana, concentrada en pequeñas píldoras sarcásticas por parte de Firth que únicamente mueven a la efímera sonrisa, al tuit ocurrente, y al dolor de la ausencia. También, Allen trata de darle un tono ligero a la función como pocas veces había visto en él (incluso Todos dicen I love you tenía más enjundia), y acaba resultando, francamente, cursi. No por las declamaciones románticas a las que ya se expone desde el mismo título, ni tampoco por la, soportémoslo, resistencia a transgredir para así descansar un poco tras el paso del tranvía de Blanchett; sino por la dejadez que denotan todos y cada uno de sus aspectos, y la fútil condescendencia de ellos. Colin Firth ve subordinado su arco dramático a una serie de epifanías a la cual más obvia y ridícula, según Allen nos quiera decir una u otra cosa, y la obra se ve abocada a un final feliz que suena a falacia, a convención, a hipocresía. 
   En resumen, no es que Magia a la luz de la luna sea un Allen menor, es que ni siquiera es un Allen. Dice lo mismo que todas las películas de Allen, pero lo dice de un modo tan mediocre, almibarado y enervante que no, no puede ser obra del mismo hombre que consiguió con La última noche de Boris Grushenko la mezcla definitiva entre metafísica y humor absurdo. Su nueva película no es sino el grisáceo alegato de un hombre que ha perdido el rumbo, en caso de que alguna vez lo haya tenido, y que no sabe qué más hacer para conseguir esa esquiva obra maestra, ni lo sabrá nunca. Lo cierto es que Woody Allen es el más grande de los genios malditos, y como tal quedará en la Historia del Cine. Entretanto, y pasado Match Point (que no deja de ser, como ya se ha dicho hasta la saciedad, un remedo de Delitos y faltas, obra en la que ya dijo absolutamente todo lo que tenía que decir), no va a dirigir más que cagadillas. Yo lo tengo asumido, y no por ello estoy menos encantado de seguir siendo uno de sus voluntariosos psiquiatras, con la esperanza de que un día Woody Allen descubra lo que significa ser Woody Allen y, por fin, sepa sentirse orgulloso de ello.  

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