sábado, 11 de enero de 2014

Las grisáceas maravillas de la nada. Parte I(no, esto ya es coña)

Al que esto suscribe, y se empeña en manufacturar un artículo absurdamente extenso y absurdamente poco leído (¿por qué no me votáis?, lo de Hispabloggers me prometieron visitas, ¿no os gusto?, qué vacaciones tan horribles) cada vez que le da por ir al cine, le sucede algo extraño con la filmografía de los hermanos Coen, ese par tan inteligente, tan talentoso y tan judío que, película que saquen, película con la que flipa toda la peña. Es cierto, puede que nos encontremos ante los realizadores más convencionalmente prestigiosos de la historia cinematográfica reciente, y sin embargo es difícil encontrar un mínimo atisbo de pasión entre los seguidores acérrimos (si es que los hay) de estos señores. Los Coen sacan otra peli, se cubren de gloria, la nominan al Oscar, gana o no, y acto seguido nos olvidamos, hasta dentro de un par de años. 
   No soy en absoluto fan de los Coen y sin embargo he visto, un poco sin ser consciente de ello, la mayor parte de su obra. Formada por películas todas ellas muy destacables e interesantes, como mínimo, muy buenas. Con un guión casi siempre muy bien trabajado, unas interpretaciones modélicas, una realización elegante. Y ni una sola de ellas me apasiona, ni consigue entrar en ese excelso y elitista catálogo de mis pelis favoritas. Reconozco el talento y el buen oficio que destilan los hermanísimos (quien se obstine en negarlo es que, francamente, no tiene ni puta idea), y los admiro especialmente en su faceta de guionistas, la que verdaderamente los distingue. No sabría decir si los prefiero en cuanto a comedias o dramas, pues realmente el tono para mí siempre es el mismo, uno negrísimo y malsano que llega a provocar, según qué trabajos, mucha incomodidad y mal rollo. A día de hoy, por ejemplo, Fargo tiene el mérito de revolverme insistentemente el estómago pese a su condición de (brutal) comedia negra. 


   A lo que iba. Muy bien, pero pché. Incluso las películas que me gustaron mucho mucho, como Muerte entre las flores o El gran Lebowski, no se apartarían de esta sensación de sobresaliente, pero no de matrícula de honor (vaya puta mierda de símil o metáfora o lo que sea, y vaya puta mierda de sábado noche). Y ahora, la cuestión es si la última película, que por supuesto también está arrasando con todo, de estos señores ha conseguido superar esta barrera, y si por fin ha llegado a suscitar en mi criterio algo parecido a auténtica pasión. He aquí la respuesta, y a la vez la crítica pretenciosamente introducida.
   A propósito de Llewyn Davis es otra obra maestra de éstas que le salen a los Coen como quien se saca los mocos: la obra toma forma en el interior de la cabeza de los hermanos, éstos se la sacan, la miran con despreocupación, y nos la arrojan sin darle importancia hecha una albondiguilla, para nosotros devorarla de inmediato (esto se me está yendo de las manos) con avidez, fascinación y ojiplatismo. Es una gran película, y eso que apenas habla de nada, y no deja de ser la puesta en escena de un fragmento de la vida ficticia del tal Llewyn Davis. Igual que James Joyce, sí, estoy hablando de James Joyce en mi mierdiblog, los Coen cogen la realidad más común, aburrida y grisácea, y la tornan mágica y legendaria. No por casualidad, el felino protagonista se llama Ulises. Espero.

"¿Sí?... bueno... en fin... eso es... lo que tú opinas, tío"

   Sí, sé que el párrafo anterior me ha quedado como para correrse, pero a lo que voy es que A propósito de Llewyn Davis es una gran y estrepitosa nada, envuelta en una fotografía (AAAGH, Y AHORA HABLO DE LA FOTOGRAFÍA) que debería ganar el Oscar pero ya, así por adelantado, y una banda sonora de excepción que torna automáticamente en sublime cada imagen que ambienta. Sin la música, de hecho, al nuevo trabajo de los judíos de oro se le verían las costuras, y se percibiría como realmente innecesaria toda esta nadería con la que nos pretenden maravillar. Por suerte, ahí está el ingente catálogo de canciones folk de la época, interpretado por unos actores en estado de gracia (especialmente el protagonista, del que en breve hablaré): Hang me, Fare thee well, Five hundred miles, The death of Queen Jane o, especialmente, Please Mr Kennedy (absolutamente gloriosa y descacharrante la escena en la que Oscar Isaac, Justin Timberlake y el gran Adam Driver, recién llegado de Girls para petarlo, la cantan). 
   Esta música no sólo eleva a memorable el resultado de la peliculita, sino que contribuye enormemente en la ambientación de la "historia" contada, trasladándonos a la atmósfera del Village neoyorquino de los años 60 de un modo muchísimo más eficaz que el que pudieran lograr unos meros y costosísimos decorados. Incluso hay un "cameo" (que no detallaré por aquí, pero que contribuyó a que me dieran ganas de aplaudir cual foca feliz) sobre el final que redondea esta inmersión.

"No, yo no soy el del cameo. Pero aunque lo fuera daría igual, no tenéis ni puta idea de quién soy"

   En otro orden de cosas, Oscar Isaac resulta magnífico en su composición de un tío miserable, repelente y jeta que aún así cae bastante simpático, pero aún lo resulta más en su faceta musical, llegando a conmover muy mucho al respetable con su interpretación final de Fare thee well. Carey Mulligan nunca ha estado más guapa que en A propósito de Llewyn Davis, eso es un hecho, y de hecho lo está tanto que, pese a que su personaje lo intente, no consigue resultar irritante en ningún momento. Justin Timberlake conserva el encanto que le es característico; John Goodman y Garret Hendlund han de cargar con el pasaje menos interesante de la película, sin por ello ofrecer una mala interpretación (en el caso de John Goodman, en el del tipo que osó interpretar a Dean Moriarty poco se le pide más aparte de fumar, conducir y murmurar monosílabos); y, madre mía, ¿ése es F. Murray Abraham? Sale dos minutos pero, ¿por qué nadie en Hollywood tiene la sensatez de darle más papeles?
   Hablo a continuación del guión, acaso lo más flojo, y en lo que, es de suponer, los hermanos Coen han invertido menos esfuerzo. Partiendo de la base de que A propósito de Llewyn Davis habla sobre la nada y, por tanto, sobre el todo (cómo me estoy poniendo), resulta notorio que el libreto haga gala también de unos diálogos afilados e ingeniosos, destiladores como no podría ser de otra manera de ese sentido del humor tan suyo y tan rayano en lo desagradable e incómodo. Destacar la cena en la que los amigos repelentes de Llewyn Davis le piden que se toque algo a la guitarra, o la sencilla secuencia que lo reúne con su padre (pese a no cruzar apenas diálogo alguno con éste, sabiendo que sólo su música podrá acercarle a él de algún modo... con erótico resultado). Por lo demás, el guión carece de foco, presenta una estructura circular así porque sí (no dejando una sensación de vacío, sin embargo), y unos cuantos tiempos muertos en los que, inevitablemente,  y si no hay ninguna alegre canción folk sonando, acabas mirando el reloj (en especial el ya citado segmento en el que aparecen John Goodman y Garret MeGustaríaSerDeanPeroNo Hendlund).

Irse de cañas con ellos seguro que tiene que ser la polla, ¿eh?, jejeje... bueno, seguramente no

  La dirección, por último, es típicamente coeniana, signifique lo que signifique esto; yo aventuro a que se referirá a una cuidada composición de planos, un ritmo pausado y un ambiente y sensación global identificada con la propia fotografía: definitivamente gris. Gris como el personaje de Llewyn Davis. Como el Nueva York y Chicago en cuyas calles malvive y como el estudio de música que visitará lleno de algo parecido a la ilusión. Como la obra de James Joyce, como los cagalindres que adaptaron On the Road al cine y como el sentido de la existencia para los hermanos Coen. Como yo mismo. 
   En resumen, lo más cerca que ha estado una película de estos fieras de apasionarme. Y de apasionarme, añado, mucho. 

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