martes, 28 de agosto de 2012

La tragedia de Holden Caulfield

Estoy sentado en el rincón más apartado del bar. Mi rostro está oculto en la sombra, pero la grabadora sí es visible sobre la mesa, al lado de una jarra de cerveza a medio acabar. Se estaba retrasando tanto que tuve que pedir algo, me moría de sed. Y aún, ya estoy a punto de terminar mi bebida, no llega.
   Cuando lo hace me doy cuenta al instante. Su figura es alta y desgarbada, de una delgadez casi enfermiza y un rostro peculiar cuanto menos, en perpetua sensación de hosquedad. Incluso entre la bruma levantada por los efluvios del alcohol y el humo del tabaco son perceptibles las abundantes canas que coronan su cabeza. No lleva su gorra de cazador. Levanto un brazo y le llamo. Ninguno de los parroquianos se gira o parece haber oído antes ese nombre. Holden Caulfield no es reconocible en esos ambientes. Quizá por eso eligió específicamente ese lugar para la entrevista.
   Después de que pida un whisky con soda, yo le obsequio con las típicas palabras educadas. Es un honor para mí conocerle. De veras. Todo un ejemplo a seguir para los jóvenes. Y en esto Caulfield me obsequia a mí con una mirada de desagrado que acentúa su mueca hosca. Se hace el silencio. Carraspeo y me cercioro de que la grabadora está en funcionamiento. Creo que pediré otra cerveza.

 

  YO: Quizá podríamos empezar hablando de la novela, si a usted le parece.
  CAULFIELD: (No se deshace de aquella mueca hosca) Por qué no. Es el tema de moda. Habrá pasado como un montón de años desde entonces y la gente me sigue preguntando.
  Y: Emm (Titubeo) Bueno... El guardián entre el centeno. ¿Cómo entró usted en contacto con J. D. Salinger?
  C: Pues, como habrá leído ochenta veces en revistas y demás, le conocí en un bar, en un tugurio aún peor que éste, gracias, amigo (Dirigiéndose al camarero que acaba de depositar su whisky sobre la mesa). Al verle casi desmayado sobre la barra yo no supe quién era, y si algún listillo me hubiera dicho "Pues J. D. Salinger" me habría quedado en las mismas. Todos le llamaban Jerry, además. Jerry El Escritor, pero creo que no tanto por realzar sus dotes artísticas como para cachondearse de él, si le digo la verdad. Esa noche tenía ganas de empinar el codo. Volvía a estar deprimido, y como ya era, jo, como ya era todo un adulto me podía poner hasta las trancas, estaba en mi maldito derecho. Jerry se me unió y nos hicimos grandes amigos. Ambos teníamos vidas deprimentes e ideas raras, y el alcohol hizo el resto.
  Y: ¿Cómo le vino la idea al señor Salinger de escribir sobre su vida?
  C: No lo sé. En una de ésas nos pusimos a hablar muy serios, muy trascendentes, e intercambiamos grandes teorías sobre la vida. Yo le fui con lo del guardián de los niños, el precipicio y toda esa basura. Y Jerry se quedó muy serio, como en trance. Al día siguiente me llamó y me contó algo sobre la ida de una novela. Estaba nerviosísimo, se había vuelto loco o algo parecido, en serio. Y yo aturdido. No era sólo porque quisiera escribir una novela sobre mí, una idea estúpida donde las haya sino porque, mira tú por dónde, Jerry El Escritor era realmente un escritor. Me dejó sin habla.
  Y: No pensó, por tanto, que el libro pudiera tener éxito...
  C: Ni se me pasó por la cabeza, si quiere que le sea sincero. ¿Cómo iba a imaginar yo que se fuera a vender tan bien? Sólo soy yo hablando y diciendo las primeras estupideces que se me pasan por la cabeza. Jerry no hizo más que transcribirlo y, si dice lo contrario, miente. Si en vez de publicar mis sandeces hubiera publicado las de cualquier otro de los miles de adolescentes desgraciados que vagan por los Estados Unidos se hubiera forrado igual, es lo que pienso, en serio. Pero en su lugar, ya sabe, me forré yo, y no sólo eso... Lo peor fue el reconocimiento a pie de calle, cuando un montón de gente que no había visto en mi vida me señalaba sonriente y aullaba que yo era su ídolo. ¿Yo? Y era gente que parecía decente, le estoy diciendo la verdad. Individuos que no olían ni a alcohol, ni a sexo, ni a nada. Lo que se dice decente, ¿sabe? Cuando alguien como yo se convierte en el ídolo de una persona normal, tan falsa e hipócrita como la mayoría, te das cuenta, sólo entonces te das cuenta, de lo mal que está todo. ¿No cree usted?
  Y: Eh... sí. ¿Cómo fue que acabó su relación profesional con el señor Salinger?
  C: Pues de la misma manera que acabó su relación con todo el mundo. Jerry se volvió todo un bohemio, un intelectual, ¿sabe a lo que me refiero? Se comenzó a creer un artista y se dio a la bebida. Aún más, quiero decir. Cogió, ya lo habrá leído, seguro que es uno de esos tipos documentados, su máquina de escribir y se recluyó en un sótano para no volver a ver la luz del sol. El dinero y la fama lo corrompen todo, ¿sabe?, aunque sea de un modo tan excéntrico como en este caso. Nos corrompe, ¿sabe?, nos vuelve imbéciles o, en ocasiones señaladas, tontos de remate. Yo mismo estoy corrupto. Yo... ya no veo las cosas como antes. Veo a mi hermano D. B. y, demonios, le comprendo. No es que se haya vendido. A Hollywood y todo eso. Es que es lo mejor para su vida. Igual que lo mejor para la mía es cobrar estúpidas entrevistas y vivir del cuento, esperando a que algún chalado más se cargue a alguien y declare posteriormente que El guardián entre el centeno es su libro favorito de la muerte. Y así, amigo mío, volver a estar de actualidad.


  Y: (Rebusco mentalmente entre la documentación previamente recopilada sobre la familia Caulfield. Dan Baxter, pseudónimo de Nathan Caulfield, era un prolífico escritor de cuentos que decidió meterse en el mundo del cine, y es uno de los guionistas más solicitados del Hollywood actual. Pocas veces se ha dejado ver en público con su hermano menor) Ahora que menciona el tema, señor Caulfield, ¿qué opina sobre el asesinato de John Lennon?
  C: Oh, le contestaré a eso de carrerilla, si no le importa (Adopta un tono mecánico, sarcástico hasta lo irritante) Ni el señor Salinger ni yo podemos alcanzar a imaginar los motivos que llevaron al señor Chapman (Mark David Chapman) a asesinar a John Lennon. Si supuestamente leyó la obra señalada en los momentos previos a cometer tan deleznable acto, no supondría más que una trágica coincidencia (Me increpa sin dejar de lado esa actitud) ¿Se siente ahora más metido en la profesión, amigo?
  Y: (Le miro inequívocamente ofendido. Caulfield me sostiene el contacto visual sin pestañear, hosco y algo ridículo con su pelo de sexagenario, ahora caigo. Un niño desafiante e inseguro que habla más de la cuenta) ¿Podría usted darme su opinión de verdad, si a usted no le molesta?
  C: (Lanza una carcajada, y compone una sonrisa histriónica) Bueno, es un alivio. Pensé que se iba a quedar callado. Chapman probablemente pueda justificar sus travesuras utilizando el libro del pobre Jerry, pero eso no significa una mierda. Mire, el asunto es que te formas unos principios que pueden ser progresivamente más extremos según lo loco que te vuelves. Luego te lees un maldito libro, quizá uno de los pocos que leas en toda tu vida, y esos principios se tuercen, o evolucionan de una manera espeluznante. En el siguiente paso te ves disparando contra un hombre peludo con gafas de abuela y, seguidamente, eres famoso. El sueño americano, que cada uno interpreta como quiere. Un día escribiré sobre eso, si reúno suficientes ganas y me aburro terriblemente.
  Y: (La charla me comienza a interesar. Caulfield se expresa en un estilo muy ameno y sentido, y recuerdo el libro. Realmente Salinger supo representarlo muy bien) ¿Qué es lo que quiere decir?
  C: Que yo podría afirmar sin problemas que el andoba ése, Chapman, sí se inspiró en mi teoría sobre el guardián de los niños, el precipicio y todo eso. Por qué no. Uno lee los libros y ve en ellos lo que quiere ver. Le puedo asegurar que no tenía en mente que nadie, y mucho menos John Lennon, muriera, cuando me inventé la dichosa teoría. Y casi le podría asegurar que Jerry tampoco, aunque estuviera tan chalado como Chapman.
  Y: Me sería inevitable, en este punto, preguntarle por su teoría sobre el guardián de los niños... Lo del centeno.
  C: Oiga, se ha leído el libro, ¿no? No, espere, no conteste. No es necesario. Claro que se lo ha leído. Y seguro que seré ahora mismo como una leyenda para usted, ¿no? Cuando no he sido más que un desgraciado, toda mi vida. Y ahora que estoy forrado, soy un desgraciado más repelente aún. Mi hermano Allie murió cuando aún era un niño y muchas veces le envidio, en serio. No llegó a ver el mundo en su verdadera y miserable condición. En su decepcionante realidad. Se mantuvo siempre puro, y supongo que de ahí saqué mi idea para lo del guardián de los niños, oculto entre el centeno, preservando la inocencia... y me niego a seguir haciendo literatura. Léase el maldito libro. Otra vez, me refiero.


  Y: Lo que sí es innegable es que ha influido en la mente de muchos jóvenes, no necesariamente asesinos (Me veo obligado a matizarlo, consiguiendo una risita sincera por parte de Caulfield, que me vuelve a recordar a un niño pequeño)... ¿Cree usted que el pensamiento adolescente ha evolucionado desde entonces?
  C: Pues claro. La sociedad evoluciona o, siendo más rigurosos, digamos que cambia. Pero echarle la culpa de eso a mi libro, le voy a llamar mi libro si no le importa, de hecho Jerry está muerto y no se va a quejar, sería una soberana tontería. Quiero decir, no es que yo tenga precisamente esperanzas en un mundo mejor, en el que seamos más felices y todo sea de color rosa y de sabor azucarado. No quiero que toda la juventud se una e intente cambiar la sociedad... o más bien no me importa. Quizá me vaya haciendo viejo, pero sigo viéndolo todo tan negro como cuando me escapé de la escuela Pencey. Eso sí, algo ha cambiado desde entonces, y es que tengo mucho dinero. No todo va a ser malo. Para mí.
  Y: Con lo cual desdeña la rebeldía adolescente de la cual hizo usted gala...
  C: Si usted lo quiere llamar rebeldía... La desdeño, pero es lo que me toca. Aunque de vez en cuando me ponga así como romántico y la admire .(Mi interlocutor adopta una pose de soñador, que inicialmente interpreto como una nueva y salvaje ironía). Gente que no es como yo, sabe, que aún tiene esperanza y que quiere hacer algo en la vida, algo importante. Yo tuve la suerte de conocer a un borracho en un bar e hice mi fortuna, y no he querido ni necesitado nunca nada más no por ser vago y por aburrirme prácticamente todo, que también, sino porque no le veo aliciente a nada. Ésa es mi tragedia. La tragedia de Holden Caulfield. Llame así a su artículo, si quiere.
  Y: (No suena mal. Lo apunto mentalmente. Entonces me levanto) Creo que hasta aquí la entrevista, señor Caulfield.
  C: Oh, ¿en serio? (Como desilusionado) Se me ha hecho corta. A mí me encanta hablar, ¿sabe? Tanto que, si no tengo mucho que decir, me da por mentir. Como un condenado, y condenadamente bien. A Jerry le costó lo suyo distinguir las verdades de las trolas cuando, como usted, se puso a grabar todas las chorradas que me salían del pico.
  Y: Ha sido un placer conocerle, señor Caulfield (Nos estrechamos la mano. Caulfield parece de repente nervioso, y su agitación me resulta cómica. Percibo por enésima vez signos de un viejo espíritu infantil). Espero sinceramente que ésta no sea la última vez que nos veamos.
  C: Eh... sí, igualmente, igualmente. Escuche, eh... ¿No querría tomarse otra cerveza? ¿Conmigo? Puede encender la grabadora si quiere, o no hacerlo. Sólo quiero, ya sabe, pegar la hebra un rato con usted...
  Y: (Sonrío y vuelvo a sentarme) Por qué no.
  C: ¿Le he hablado alguna vez de mi hermanita Phoebes? Es la cosa más tierna y cariñosa que haya pisado la tierra, jamás... Me deja sin habla...
   En su rostro mal afeitado parece incidir de repente una luz. No la había visto antes, y me resulta reveladora. Caulfield se pone a hablar, durante horas y horas, con una jovialidad parcialmente desconocida hasta aquel momento. Y nos limitamos a hablar de Phoebe. Caulfield no necesita más preguntas.

  

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