lunes, 20 de agosto de 2012

In memoriam

Y aquí sigo, el calor apretando, el aburrimiento prolongado, y sin nada interesante que decir. Proclamé en algún momento, o eso creo, que este blog nacido por obra y gracia de mi narcisismo, egocentrismo, onanismo y todos los -ismos que se os puedan ocurrir, no se debía limitar a esa malhadada pasión mía por el cine (vejada como nunca a lo largo de esta temporada veraniega y refugiada en las series cual placebo), sino también a la música (que algo ha habido), o a la literatura (de la que por aquí no habéis visto nada, si os queréis pasar por http://palabrejasdeabejas.blogspot.com.es/ hacedlo, si no, que os jodan). Viene esto a cuento porque a estas alturas resulta obvia la preferencia de este espacio por lo cinematográfico, o por todo lo que tiene ínfulas de ello. Así, hoy toca hablar, por circunstancias trágicamente macabras y oportunas, de Tony Scott. 


   Supongo que sabréis que ha muerto, porque lo habréis leído por Twitter. Bien. Y ya habrán asaltado la red espontáneos homenajes a la figura de un artesano que tuvo la desgracia de ser hermano de quien fue. Me resultaron hilarantes, en ese sentido, las declaraciones de Robert Rodriguez, el pecador de la pradera, de "amiguete tonto de Quentin Tarantino" a "hermanito tonto de Ridley Scott". "Cómo lloro tu pérdida, nadie te comprende mejor que yo". Llegados a esto, no diré que Robert Rodriguez debería emular a su alma gemela (cuentan que se ha suicidado), pero sí que se le podría pasar por el sombrero tejano (en caso de que dentro tenga algo parecido a un cerebro) no tocar una cámara más en lo que le queda de existencia. Ni volver a dejar que sus hijos escriban sus guiones. Que hay que tener poca vergüenza.
   Pero, por hoy, me va a tocar sumarme a los seguidores de Tony Scott, ésos que se han visto su filmografía enterita (incluyendo aquélla en la que salía Keira Knightley, cuentan que actuando), y que proclaman como injusticia que siempre se le ninguneara por no ser su hermano. A ver. Una injusticia es, pero qué te esperas. Uno hace cosas como Alien o Blade Runner, que por lo visto gustan (aunque a mí una me da asco, y otra sueño), y el otro hace Top Gun. O ésa de Keira Knigthley. No hay color.
   Aún así, el bueno de Tony dirigió en 1993 Amor a quemarropa, que resulta ser una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Protagonizada por Christian Slater (¿qué fue de este chaval?) y Patricia Arquette (que luego salió en pelotas en una de David Lynch, y se acabó su carrera artística). Guión de Quentin, wait for it, Tarantino. ¿Cómo no me va a gustar? ¿Cómo no le va a gustar a nadie?

¿No odiáis cuando en los carteles ponen el nombre del actor sobre el personaje equivocado? Aaargh

   Esta joya, partamos de alguna base, debiera ser el Titanic de aquéllos que no sólo se saben de memoria los diálogos de Pulp Fiction o Scarface, sino que también las llevan impresas en camisetas jodidamente monas. Una historia de amor bella, icónica, sencillísima, estúpida, entre dos lunáticos (Clarence, un friki pirado y muy, muy, encantador, y Alabama, una prostituta rubia más tonta que una zapatilla pero encantadora en igual proporción), que son perseguidos por la mafia siciliana y se ven rodeados de personajes igualmente antológicos, como el propio padre de Clarence (Dennis Hopper); un blanco que se cree negro (como Ali G, pero con gracia) interpretado por Gary Oldman; un yonki llamado Floyd (Brad Pitt haciendo el tonto como sólo él sabe); Tony Soprano pegando guantazos... Y anda que no hay. Todos personajes puramente tarantinianos que, como se suele decir pero nunca sucede, podrían sostener películas ellos solos.  
   Todos soltando esas adorables perlas que se le pasan por la calenturienta mente al genio de Knoxville, y que lucen como en sus mejores trabajos a la dirección. Esta vez, para la ocasión, sumidas en un halo infantil e ingenuo, combinadas las salvajadas prototípicas tipo "no nos chupemos las pollas todavía" con sentencias tan ridículamente geniales como la que le suelta Alabama a su amado Clarence, algo como "Yo seré puta y eso, pero tratándose de relaciones soy cien por cien... monógama". Para más botones, el glorioso diálogo entre el padre de Clarence y el gángster siciliano que compone un divertidísimo Christopher Walken, la conversación telefónica en clave sostenida entre Clarence y el productor de cine, o el intercambio de drogas sobre el final (en el que también asoma Tom Sizemore, el secundario de oro, diciendo paridas). Una delicia. 
   ¿Pero por qué me gusta tanto Amor a quemarropa? ¿Qué es lo que la eleva del grupo del "eh, están bien" al más selecto del "dios, me corro"? Pues supongo que la música de Hans Zimmer. Muchos han dicho que no pega con el tono sangriento y pasado de rosca del argumento, o que se usa demasiado reiteradamente, y tienen parte de razón. Pero es lo que le da el toque especial a la película, creo yo, esa inocencia que, ayudada por ciertos diálogos ya reseñados, contrasta de manera única con los tacos, la violencia y el humor negro que campan a sus anchas por un ajustado metraje en el que no paran de suceder cosas. Los primeros diez minutos, que narran el encuentro de Clarence y Alabama, son de una belleza arrebatadora, de éstos de perpetua sonrisa, culminando con aquel diálogo en la azotea, la música sonando en todo su esplendor. Si la película no os ha atrapado en ese momento, ya no lo hará nunca. 

"Ahora salgo en Médium y no me va tan mal... ¡Capullo!"

   Un lector avispado habrá advertido que apenas hablo de Tony Scott, y eso que la concepción del artículo se debe en parte absoluta a él. Y resulta que la dirección es lo menos destacable de esta película, limitándose a una corrección artesanal y de encargo que, incluso a veces, revela ciertas carencias: salvo la notable excepción del enfrentamiento entre Tony Soprano y Alabama, las escenas de acción están bastante mal resueltas, abusándose de la cámara lenta y de los planos cortos. Si Tarantino hubiera dirigido su guión, como también debió haber hecho con la horrenda Asesinos natos, estaríamos hablando de una obra capital, y no sólo de aquella peliculita a la que este tío tan amargado tiene tanto cariño.
   Es probable (no lo sé, no he visto Top Gun) que Tony Scott fuera un inútil, y que no le llegara a la suela de los zapatos a Ridley Scott (quien, pese a una lista interminable de patinazos, dirigió Gladiator y la infravalorada El reino de los cielos). También es, probablemente, obvio. Pero suya es la responsabilidad de que Amor a quemarropa exista, y es por ello que hoy su muerte ha dejado en mí un cavernario poso de aflicción, y de ciertas ansias por defender su figura frente a tanto replicante. Así que eso, un minuto de silencio en su memoria. O, mejor aún, un par de horas libres para ver Amor a quemarropa, y a enamorarse se ha dicho. 

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