jueves, 2 de octubre de 2014

Lo que no dormí en San Sebastián, Parte II. Boyhood


Una de las muchas y, finalmente, dudosas ventajas que me deparó el acudir como miembro del Jurado Joven a la 62 Edición del Festival de San Sebastián fue la posibilidad de disfrutar de ciertos servicios de forma gratuita; un número de ellos abiertamente deficiente en comparación a lo que me costó el bus, el piso y todo el alcohol que me acabé agenciando después (para más información consúltese mi Facebook), pero un número considerable al fin y al cabo. Aparte de los ostentosos bocadillos que cada sobremesa las autoridades del lugar nos proporcionaban religiosamente (lo cual no es moco de pavo, aunque bien lo parecía el queso rancio que se empeñaban en meterles absolutamente TODOS LOS PUTOS DÍAS), pude ver, esto es obvio, un buen número de pelis, como digo, gratis. En muchísimas ocasiones, dado el ínfimo nivel de calidad de las mencionadas, el gesto semejó una justísima retribución. En otras (contadas), la experiencia, efectivamente, no tuvo precio.
   De esta manera vi Boyhood, de Richard Linklater, estenada anteriormente en pantallas no festivaleras, acaso una de las películas más importantes de la década. La vi en unas condiciones francamente infrahumanas (la sala estaba llena a rebosar ya que era un único pase y a mí me tocó en la segunda fila extremo izquierdo, afortunado que es uno), pero sin pagar un duro, y eso, como se suele decir pervirtiendo cualquier atisbo de lógica sintáctica, es bien. Asimismo, no impidieron estas penosas circunstancias que disfrutara de la obra como el que más, y que saliera del cine amándola tanto como, he de presuponer a fin de seguir creyendo que la existencia tiene algún sentido, la práctica totalidad de gente que la ha visto ama. Tan impactadas y trastocadas quedaron mis impresiones que en cuanto volví al hogar y tuve oportunidad me metí a verla de nuevo, así, pagando. Renegando de los privilegios de ser miembro del Jurado Joven. Renegando de los bocadillos.
   Por si alguno de mis abundantes lectores no lo sabe (espero que mi madre aprenda a conformarse con una foto mía junto a Carlos Areces), la película que nos ocupa tardó 12 años en rodarse, y no por infaustos desbarajustes en la producción, sino a costa de un ocurrente capricho de ésta. Richard Linklater tenía en mente el objetivo de rodar el paso del tiempo del modo más veraz posible, sin recurrir a falaces maquillajes que jugueteran con el bochorno ni a cambios de actores que lo redondearan (¿recordáis cuando Joseph Gordon-Levitt se transformaba en Bruce Willis de un año para otro?, guau, ¿alguien se acuerda ya de Looper?, yo recuerdo que la critiqué). Un poco como hizo el amigo Truffaut con Antoine Doinel en la saga que inauguró Los 400 golpes, pero ya sabéis, sin intención de aburrir a las ovejas, y sonando Britney Spears para petarlo fuerte ahí.

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"Oops, I did it again, me salió un mojón, qué le voy a hacer..."

   Al hilo de esto, ni siquiera conformaba Boyhood el único proyecto de estas características dentro de la agenda de Linklater (que dirigió Escuela de Rock, y lo digo para que sepáis que podéis haceros amigo suyo). Y así, entre que pasaban los años, reunía durante una semana a los actores y se sorprendía de las evoluciones anatómicas de éstos, firmaba la trilogía integrada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, una de las pocas sagas de las que se puede decir que cada entrega supera ampliamente a la anterior (y siendo la primera notabilísima, espero que os hagáis una idea definida de la rapidez con la que deberíais poneros a verlas). Con este currículum, parecería lógico que Linklater fuera un tío súper profundo, y que su cine estuviera dirigido únicamente a esos intelectuales que salvan La Isla Mínima por su rigor histórico. Nada más lejos de la realidad. Linklater es un tipo sencillo, cercano, dentro de lo que cabe. Un tipo que ha rodado una joya apta para todos los públicos y que todos los públicos pueden disfrutar, en menor o mayor medida, según la edad que frisen.

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"Mami, ese hombre raro me está grabando otra vez"

   Boyhood nos narra la vida de un chaval llamado Mason desde que es un crío que observa las nubes tumbado en el jardín mientras suena de fondo el incombustible Yellow de Coldplay (Linklater va a por todas desde el principio) hasta que alcanza la (supuesta) madurez y se convierte en universitario y empieza a escribir en blogs. Todo esto en casi tres horas que, si fueran cinco, seis, doce, veinte, hasta que se muriera el Mason este, tampoco pasaría ni media. Son doce años no demasiado atípicos, en los que no hay ni malos tratos ni traumas gordos ni muertes shakesperianas, y sólo nos limitamos a convivir con el ya citado Mason y su familia, la formada por su marisabidilla hermana mayor (personificada por la misma hija del director, bautizada por cierto como Lorelei Linklater y es que, en efecto, a este tipo hay que quererle), su padre (interpretado por un Ethan Hawke que cada año que queda para echar la birra con el dire actúa mejor) y su madre (una Patricia Arquette que, más allá de los portentosos volúmenes que Dios le ha dado, es una delicia para los sentidos y ofrece la mejor actuación del plantel). Entre acontecimiento insustancial y acontecimiento insustancial Mason cambia de peinado, cría granos pajilleros, se transforma en un adolescente agilipollado que responde a todo con monosílabos, prueba los porros ante la deferencia progresista de sus tutores legales, cultiva hobbies molones para meterla en caliente, prueba la cerveza por primera vez y no le gusta... en fin, lo que viene a ser las experiencias de cualquier hijo de vecino según pasa el tiempo. Unas experiencias estupendamente dirigidas, montadas y tamizadas con una banda sonora de excepción, que va desde los ya citados Coldplay a Paul McCartney con los Wings pasando por los Black Keys o, como no podría ser de otro modo, esto es cine indie, Arcade Fire. 

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Yo a esta mujer le daba. Le daba muchísimo

   La idea de partida, de por sí, ya tendría un potencial emotivo como para echarnos a temblar, y si además le añadimos a ésta la susodicha banda sonora, el daño es irreparable. No se ha dormido Linklater en los laureles sin embargo, puliendo un guión episódico que de tan sencillo, que no simple, que es, acaba resultando tan arrebatador como el resto de sus componentes. No diré que sea perfecto, porque no lo es en absoluto (la vida de Mason acaba siendo lamentablemente peliculera de tantos adultos como conoce dispuestos a ejercer de Obi-Wan malasañero a las primeras de cambio), pero sí que para lo que intenta la película, que es simplemente hacernos pasar por real lo que lo es a medias, sí funciona. Las numerosísimas y breves escenas que pueblan su metraje, de este modo, no acaban funcionando sino como acumulación, y la emoción que emanan es siempre creciente, hasta provocar el estallido torrencial de lágrimas con aquella escena de Mason en el coche encaminándose a una nueva vida, y culminar por todo lo alto con un último diálogo que no podría dejar más claro el meollo de la movida.
   Es entonces, en el momento en que la película acaba, cuando sólo podemos acertar a preguntarnos qué será de Mason en el futuro, qué será de nosotros mismos, joder, y Linklater consolida el embrujo en el que nos ha envuelto. Salen los créditos, suena Arcade Fire (otra vez), y días después descubrimos que la película no se va de nuestra cabeza, que una sensación como de entumecimiento, de ternura, de vulnerabilidad, persiste en nosotros.
   Porque lo cierto es que el jodido Richard Linklater lo ha conseguido. Ha creado vida.

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   P.S: Como os la perdáis os mato.

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